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Columna
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El problema de los puentes de Könisberg

Andrés Ortega

La ciudad de Könisberg, antigua capital de Prusia Oriental, contaba con dos islas en el río Pregel y siete puentes que las unían entre sí y a las orillas. Los habitantes de esta ciudad estuvieron durante años intentando resolver un problema que se hizo famoso entre los matemáticos: ¿cómo encontrar una ruta que atravesara una vez y sólo una vez cada uno de esos puentes?

Hoy no queda prácticamente ningún alemán en la ciudad donde Kant vivió y desarrolló todo su pensamiento. Könisberg se llama ahora Kaliningrado y es parte de Rusia, desde que se la incorporó en 1945, como botín de la II Guerra Mundial, y que tras la disolución de la Unión Soviética se ha quedado como parte de la Federación rusa. ¿Y ahora qué? Un simple vistazo al mapa muestra el inmenso problema que para los planes de ampliación de la UE y de la OTAN plantea este enclave que linda con Polonia -ya en la Alianza Atlántica- y con Lituania. Kaliningrado es la única salida, pasando por Lituania a través de la cual tiene derecho de paso que ahora Vilna quiere revisar, que le queda a Rusia al Báltico, y ha ganado para Moscú importancia estratégica. Allí se ubica la flota rusa del Báltico.

En cierto modo el problema de Kaliningrado plantea, en miniatura, el más general de cómo integrar a Rusia en la nueva Europa, más complejo que el de los puentes de Könisberg. Kaliningrado es no sólo un centro militar -donde los rusos niegan tajantemente haber instalado misiles nucleares-, sino también un foco de polución medioambiental que amenaza más a la vecincidad que cualquier arma, un centro de mafias de contrabando y drogas y un lugar con elevadas tasas de sida y tuberculosis entre el millón de habitantes que viven en unas condiciones sanitarias lamentables. La UE, cuya Troika viajó en los últimos días a Moscú y a Kaliningrado, tiene ideas para salvar ese territorio, estableciendo con él redes económicas y comerciales. Alemania tiene puesto un ojo allí. Algunos hablan de convertir a Kaliningrado en un Hong Kong báltico, en vez de una Guantánamo rusa. Kaliningrado se puede convertir en la prueba del nueve para Putin en sus relaciones con la Unión Europea y con una OTAN cuya ampliación levanta ampollas en Moscú.

Ya no son tiempos de la guerra fría. Pero la situación indica que la ampliación de la UE ha de ir acompañada de una nueva política hacia una Rusia, una prioridad de la actual presidencia comunitaria. Rusia para los americanos ha perdido importancia. No para los europeos. París y Berlín parecen competir para convertirse en interlocutores privilegiados de Moscú. El 21% del gas natural que utiliza la UE y el 10% del petróleo viene de Rusia. En sentido inverso, el destino de un 40% del comercio exterior de Rusia es la UE, y Moscú teme que esta situación se vea afectada con la ampliación de la Unión.

'No puede existir una Europa segura sin una Rusia segura', ha señalado en Moscú Javier Solana, míster Pesc. Recientemente, incluso el propio secretario general de la OTAN, lord Robertson, que mañana estará en la capital rusa, no descartaba que un día Rusia pueda entrar en la Alianza Atlántica. En la UE, sin embargo, no está previsto, lo que no quita para que esté elaborando una nueva estrategia de aproximación a Rusia, una reflexión en la que participan diversos think tanks, como Centre for European Reform de Londres, de donde salen algunos de estos datos.

Por cierto que -los aficionados a las matemáticas ya lo sabrán- en 1736 el portentoso matemático Euler resolvió el problema de los puentes de Könisberg: demostró que no tenía solución. El del encaje de Kaliningrado y el de los nuevos puentes de la UE con Rusia sí pueden tenerla. Depende más de los rusos que de la Unión Europea.

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