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HORAS GANADAS
Columna
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La flecha del tiempo

Rafael Argullol

Aunque todos sabemos que no existen los orientes y los occidentes -sólidas realidades convertidas hoy en puras convenciones-, Occidente sigue siendo hoy uno de nuestros referentes más habituales: 'nuestro mundo', en justa simetría con el también vaporoso Oriente, mágico, caótico y amenazador, y en relación más oblicua con el Sur pobre, soleado y abismal. Por pintorescas razones militares y económicas, el Norte -los países del Norte- está asimilado a Occidente.

Hemos dedicado miles de páginas a Occidente. Como cultura, como política, como mentalidad, como espacio desplegado en la historia. Pero quizá hemos prestado menos atención al factor tal vez más importante: Occidente, por encima de todo, es un tiempo.

Lo que denominamos Occidente es, o ha sido, la consecuencia de una herencia única en la manera de entender el tiempo o, dicho de otro modo, la representación en nuestra conciencia del paso de los días y de las sombras. En el pasado, la mayoría de las mitologías y creencias tradicionales tendieron a percepciones del tiempo cíclicas. A este respecto, el círculo parecía más idóneo, o menos arriesgado, que la línea.

Occidente se ha inclinado fuertemente por la línea, si bien no han faltado nunca voces que hayan protestado contra esta inclinación. Sin el tiempo apocalíptico judaico, que arrastraba la historia del mundo hacia el final, sin el tiempo de resurrección cristiana, que implicaba un juicio último para la condenación o la salvación, sin el tiempo prometeico griego, que prometía una evolución de la especie humana, no hablaríamos de Occidente. Naturalmente, a estas tres aportaciones les sigue, cohesionándolas y dinamizándolas, el tiempo moderno: el tiempo proyectado en el espacio, diseccionado, medido. El tiempo cada vez más domado por nuestros aparatos de precisión, pero cada vez más desbocado en nuestra física teórica y más enloquecido en nuestra vida cotidiana. El poder y la impotencia ante el tiempo.

Son los mismos poderes e impotencias de la civilización occidental, la cual no se ha impuesto a las demás por su dinero, sus cañones o su espíritu, sino por su concepción del tiempo (que, ciertamente, ha significado un dinero, unos cañones, un espíritu).

Hace pocos años, el profesor de historia y geografía Alfred W. Crosby formuló en La medida de la realidad (Barcelona, Crítica, 1998) la idea de que entre 1250 y 1600 la sociedad europea incubó un nuevo escenario espacial del mundo gracias a un tratamiento revolucionario del escenario temporal: troceado, cuantificado, llevado continuamente 'hacia delante' por mecanismos de medición más y más precisos, el tiempo era sometido a una visualización paulatinamente sofisticada. Para Crosby esta 'medida de la realidad' sin precedentes dotó a Occidente del mejor ejército posible para conquistar las otras regiones del planeta.

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En una entrevista incluida en el catálogo de la exposición Art i temps que actualmente se desarrolla en el CCCB de Barcelona, Umberto Eco defiende una hipótesis semejante aunque, en su caso, da prioridad al proceso que se inicia en el siglo XVII, con Descartes y Newton como protagonistas destacados. Para Eco, en cualquier caso, no hay duda tampoco de que el 'tiempo occidental' se ha constituido en el principal instrumento del poder de Occidente.

Lineal, pese a las relativizaciones de la física contemporánea; apocalíptico, aunque quizá ya no creamos en el Apocalipsis; progresivo, aun con todas nuestras dudas con respecto al Progreso; fetichizado hasta el extremo por nuestros aparatos técnicos: así es el tiempo que habitamos velozmente. ¿O así es el tiempo veloz que nos habita?

Todas las edades de oro de todas las mitologías tienen en común la ausencia del tiempo (y de sus naturales aliados, la enfermedad, la vejez y la muerte). Pero, perdida la edad de oro, separados y enemistados los hombres y los dioses, expulsados los seres humanos del paraíso, el arco deja escapar la flecha y la flecha viaja hacia su destino inexorable.

En esa misma exposición Art i temps hay varias hermosas imágenes sobre el vuelo de la flecha: calendarios arcaicos, clepsidras, engranajes de relojería, cuadros barrocos, pentagramas, alfabetos, fotogramas cinematográficos. De hecho, podríamos relacionar toda la historia del arte (e incluso, de una manera más general, toda la historia de las imágenes y de los signos) con el vuelo de la flecha. Cada estilo, cada época, cada obra, cada poema, cada fórmula matemática es un vislumbre, temeroso y apasionado, del vuelo de la flecha; un vuelo solemne, implacable, maravilloso, que cruza cada uno de nuestros universos.

Nos defendemos como podemos de la fascinación que nos causa ese vuelo. En ocasiones 'nos falta tiempo' y, en otras, necesitamos 'matar el tiempo'. Sentimos una mezcla de curiosidad y desdén ante aquel oriental que supuestamente habita el tiempo desde el vacío o ante aquel personaje de nuestro oblicuo Sur que permanece horas y horas, impávido, al margen de la carretera. Quizá ellos, pensamos, tienen otras soluciones.

Nosotros hemos elegido el vértigo y, también, la medida del vértigo. Nuestro sueño más íntimo es llegar a volar a mayor velocidad que la propia flecha para estar, así, continuamente fuera de su alcance. De momento, un sueño. Entretanto, mientras calibramos milimétricamente el trayecto en el que alcanzará nuestro pecho, quizá la flecha del tiempo ya haya traspasado nuestro corazón.

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