_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fraudes

Lo supimos esta misma semana: las piedras de Stonehenge, esas que visitamos en alegre manada turística cuando viajamos a la Gran Bretaña con motivo de uno de nuestros kilométricos puentes festivos, son más falsas que el alma de Judas. Tan falsas como un duro contrahecho o las declaraciones de un ministro en apuros.

Los expertos del ramo han desvelado el fraude: las misteriosas estructuras megalíticas tienen menos que ver con los ritos funerarios de la Edad del Bronce que con las veleidades más o menos románticas de una panda de pícaros nacidos en el siglo XIX y que operaron bien avanzado el XX. La pétrea circunferencia de Stonehenge no se debe, por tanto, a la sabiduría iniciática de ningún arquitecto troglodita, sino a unas cuantas grúas que podrían hacer la competencia a las de Aldaiturriaga. Así se construye la historia y así nos la transmiten, con paciencia y saliva. Nada nuevo. Nos la meten doblada desde el primer momento. Luego vienen los libros de texto, las leyendas locales, Internet. Lo de siempre. Lo de Stonehenge es una chiquillada comparado con el insuperable fraude de las identidades colectivas, desde Rómulo y Remo a la zamarra de Viriato, el pastor lusitano, o el protovasco Túbal.

Los druidas aventados seguirán celebrando sus grotescos festivales lisérgicos en el centro del condado de Wiltshire, en el centro del círculo concéntrico del mágico Stonehenge. Nuestros particulares druidas (no tan lejos de Stonehenge) también tienen la arraigada costumbre de reunirse al pie de una bandera, de un cromlech o de un hacha, a campo abierto, en el centro del chusco laberinto ideado por gentes similares (pícaros y románticos, soñadores tronados) a las que levantaron el fraude megalítico británico. Les da igual que la Historia o el carbono catorce les desmienta. Son gente inasequible al desaliento. Aunque también es cierto que el timo Stonehenge reporta a Su Graciosa Majestad una buena cantidad de divisas. Es el destino lógico y sensato de esta clase de fraudes: convertirse en inocua materia turística o en parque de atracciones. Es el destino de la Euskadi jurásica.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_