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Columna
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Efectos retardados

Andrés Ortega

Estados Unidos tiene desde el fin de la guerra fría -con raíces que se remontan al desastre de Vietnam- una curiosa doctrina militar para un país que pretende mandar en el mundo: la intervención armada como último recurso, asegurándose una superioridad aplastante, sin arriesgar, y con la prioridad absoluta de preservar las vidas de sus soldados, la llamada force protection. Es lo que se conoce por la Doctrina Powell, por el nombre del próximo secretario de Estado, el militar que en 1991, desde Washington, llevó la guerra del Golfo, en la que se resistió a entrar. Poco a poco, con la mala experiencia de la intervención en Somalia, esta doctrina se ha ido perfeccionando hasta llegar a la guerra de Kosovo de 1999 con la regla de cero bajas entre los estadounidenses y el mito de una guerra limpia. Sin duda fue una de las menos destructivas en términos de vidas humanas. La Doctrina Powell no contemplaba los efectos retardados de los propios medios empleados por EE UU, que produjeron no muertos propios durante la guerra, sino muertos después de la guerra. El síndrome del Golfo que aquejó a varios miles de soldados parece resurgir ahora en el síndrome de los Balcanes, con la erupción de una serie de casos de cáncer en soldados que han servido en esa zona. Estadísticamente, son de momento pocos para la parte occidental. Del otro lado, está por ver. Pero éstos a los que la OTAN fue a salvar o a combatir parecen importar poco.

Las sospechas, denunciadas por diversas organizaciones sanitarias o de medio ambiente, apuntan al uso de uranio empobrecido en proyectiles, pues este metal pesado facilita la penetración en las corazas enemigas. Pero a la vez contamina, ya sea por su posible radiactividad residual, o por el hecho de ser un metal pesado. Pueden encontrarse otras razones, como las vacunas inoculadas o el hecho mismo de que ahora se controla mucho más a los soldados que regresan de misiones que un siglo atrás. Pero con estos casos ha saltado por los aires el concepto de guerra limpia, que era un concepto visto desde el lado de EE UU y la OTAN, pues las bajas -que entran en los llamados daños colaterales- de la otra parte sí se produjeron, antes y después de la guerra, en el Golfo, en Bosnia y en Kosovo.

Es difícil saber aún a ciencia cierta si los casos de cáncer detectados se deben o no a esas armas a las que ni el Petágono ni Francia están dispuestos a renunciar. Pero lo que antes se negaba -su uso en Bosnia y Kosovo, que denunció en su día la parte serbia- ahora se acepta. La gran superioridad tecnólogica de EE UU y de los europeos occidentales debería servir, al menos, para evitar este tipo de consecuencias no buscadas, aplicando el conocido 'principio de precaución' en el uso de materiales bélicos en esta sociedad del riesgo. Lo ocurrido es grave al afectar a vidas humanas. Pero también es grave desde el punto de vista de una OTAN en la que la información entre aliados no circula como debería. Los italianos, que sí sabían que las bombas de uranio empobrecido se utilizaron en Kosovo, desconocían que EE UU las hubiera lanzado anteriormente en Bosnia contra formaciones serbias.

Lo ocurrido no invalida la justificación del objetivo de la operación de la OTAN en Bosnia o por Kosovo. Lo criticable son algunos medios, algunos métodos utilizados. Si Margaret Thatcher no hubiera recuperado las Malvinas, la Junta Militar argentina no hubiera caído para dar paso a la democracia. Sin la guerra de Kosovo, probablemente hoy Milosevic seguiría en el poder y Serbia no habría dado esos pasos decisivos hacia la democracia, su normalización y su europeización. Sin embargo, el objetivo militar de la guerra no fue éste, sino recuperar Kosovo, pero ha tenido estos efectos, también retardados, políticos y positivos. En el caso de Irak, gracias a la doctrina de un Powell que ahora quiere reforzar las sanciones contra una población que sufre lo suyo, sigue en pie Sadam Husein, pese a los rumores sobre su mala salud.

aortega@elpais.es

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