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El recluso sonriente

Isabel Ferrer

Originario de Nottingham, Harold Shipman obtuvo la licenciatura en medicina en 1970. Seis años después, comparecía por vez primera en su vida ante los jueces por haber sustraído petidina, un sustituto de la morfina, del hospital donde trabajaba. Dicha adicción le valió una multa de 165.000 pesetas y un desprestigio profesional del que le costaría años recuperarse. Para cuando abrió su propia consulta en Hyde, había pasado más de una década y el médico era uno de los vecinos más respetados de la pequeña localidad próxima a Manchester. Los pacientes se disputaban al especialista siempre solícito y dispuesto a visitarles a domicilio, incluso sin cita previa. En agosto de 1998, sus aparentes desvelos revelaron un lado siniestro al saberse que la policía local investigaba la muerte de una veintena de sus enfermos.

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Un año después, Shipman era sentenciado a cadena perpetua por el asesinato de quince ancianas sin posibilidad alguna de redención de pena por buena conducta. Una condena que cumple en estos momentos en el ala para enfermos mentales de la prisión de Frankland, al norte de Inglaterra. Allí es despertado todas las mañanas a las 7,45 para trabajar en la traducción de libros al lenguaje braille para ciegos. Allí le visita también a menudo su esposa, Primrose, de 50 años, que le ha defendido en todo momento. Según los demás presos, la pareja bromea y se muestra alegre y despreocupada durante las visitas. El pasado no lo mencionan nunca, ni siquiera cuando acuden a verle sus cuatro hijos, tres chicos y una chica, de edades comprendidas entre los 33 y los 18 años.

A la policía le sorprende tanta tranquilidad. Desde que el médico fuera encarcelado, agentes llegados de Manchester han intentado hablar con Shipman de lo ocurrido. En especial, les gustaría saber cuántos pacientes murieron a sus manos, porque las cifras manejadas hasta hoy no hacen más que variar. Pero el recluso más odiado del Reino Unido no está dispuesto a satisfacerles. Y guarda silencio.

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