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RAÍCES
Columna
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La imaginación y los Reyes Magos

La fiesta de Reyes Magos quedó establecida como consecuencia de uno de aquellos titubeos de fechas con los que la Iglesia estuvo fluctuando en los siglos primeros, a la hora de fijar sus efemérides; en este caso, la del nacimiento de Cristo, que quedó finalmente en el 25 de diciembre, con harto provecho de una devoción anterior, la de la Virgen Celeste (Astarté), que daba a luz ese día al mismo Sol, representado por un niño en los ritos gentiles. Pero hasta el siglo IV fue el 6 de enero la fecha elegida, sobre todo en la Iglesia Oriental. Esto debió dejar un rastro popular muy marcado, que sirvió para ubicar una especie de repetición de la fiesta del nacimiento, sin contenido propio a manera de dosis de recuerdo, aderezada con la confusa leyenda de los tres Reyes Magos. Confusa y, por cierto, poco ortodoxa, como prueba la presencia de la mirra, un perfume con fama de afrodisíaco entre los antiguos; o la de un rey negro, más que probable representante de los hacedores de lluvia del África Oriental, en trance de deificación.

Pocos vestigios quedan de cómo debieron evolucionar aquellos ritos hasta convertirse en folclore. Pero sin duda fueron muy sonados, en el sentido literal de esta palabra. De un precioso artículo de Luis Montoto, de 1884 (reeditado por Renacimiento, Costumbres populares andaluzas, Sevilla, 1998), extraemos: 'Consérvase todavía entre las gentes sencillas del pueblo la costumbre de ir a esperar a los Reyes Magos, los cuales, al decir de los muchachos, llegan a las doce de la noche subidos en altos camellos y acompañados de numerosa cohorte de servidores, y son tan generosos que por donde quiera que pasan van dejando muy ricos presentes'.

Hasta aquí nada parece extraño a las costumbres actuales. Pero añade: 'Para recibir a los ilustres huéspedes reúnense diversas comparsas, y unos llevan hachas de viento, otros cencerros y campanillas (...) y piedras y latas y pitos, y cuanto puede producir estrépito. Suelen las comparsas salir al campo después de haber recorrido el pueblo, y ya en él, los más avisados inducen a los inocentes y crédulos a que suban a los árboles, para que desde las alturas divisen a los Reyes. No falta quien, picado de la impaciencia y de la curiosidad, sube hasta las más altas ramas del árbol; y entonces los que están al pie cargan con la escalera, y vanse riendo la gracia, y burlándose de la credulidad del inocente'.

En ningún pasaje del artículo se habla de nadie que se disfrazara para representar a los magos, sino que todo quedaba en aquel salir de la gente hacia las afueras, detrás de la ruidosa comparsa, simplemente 'a ver venir los reyes', es decir, a otear de lejos lo que la imaginación infantil -y la de los más cándidos- pronto creería ver de cerca. Y a regresar en cuanto se hacía de noche -dejando a alguno más ingenuo de la cuenta encaramado a un árbol- para irse a la cama corriendo, puesto que a sus majestades de Oriente no se les podía ver; y el que los veía, se quedaba sin regalos. Las cabalgatas de hoy son, por tanto, un invento tardío (la más antigua atestiguada es la de Alcoy, que data de 1885, a la que sigue la de Sevilla, de 1917) y, en mi opinión, poco conveniente a la verdadera magia del asunto, pues la visión física de los Reyes Magos es tan asombrosa para un niño que anula la fuerza de su propia imaginación y le hará sufrir más de lo necesario cuando sepa lo que verdaderamente ocurre.

El encuentro con la realidad, que de todos modos ha de producirse, se convierte más bien en encontronazo. Y lo que pudo ser un simple y hermoso fruto de la mente, caído por su propia madurez, se torna amarga decepción, casi un trauma, más profundo cuanto más verista sea la tramoya del engaño. Como siempre, la antigua costumbre popular era mucho más sabia y discreta que los inventos realistas posteriores, que más parecen hechos para la exhibición de personajes públicos, amén de fuertes aliados del consumismo. Otras noticias del artículo de Montoto llaman nuestra atención. Así, el ruido de la comparsa, y la comparsa misma. Nada queda ya de aquella música coral y misteriosa de los campanilleros en la madrugá. Aquí sólo hay estrépito, destinado sin duda a aturdir a la gente y a hacer más creíble lo que el deseo proyectaba sobre el horizonte del anochecer. El ruido a compás es ingrediente básico en todas los rituales colectivos donde se quiere hacer perceptible alguna figuración. De ahí nuestra hipótesis de que la forma que recoge el folclorista sevillano ya era transformación de algún rito iniciático mucho más antiguo. El hecho de que anduviera por medio el tránsito de la credulidad infantil a su contrario, no hace sino apuntar en la misma dirección.

Es muy interesante también que se hable de comparsa, esto es, de la misma base grupal, o parecida, con la que al mes siguiente se va a constituir el carnaval. La broma de abandonar al cándido -o lo que es lo mismo, al que no ha sabido hacerse adulto- en lo alto de un árbol, deja bien a las claras de qué clase de gente se trataba. Gente muy divertida y muy probablemente rebelde a los múltiples bautizos que el cristianismo realizó, a fortiori, sobre viejísimos y hermosísimos rituales paganos. De todo ello no quedan en las actuales cabaltagas sino pálidos reflejos. Pues no hay fulgor comparable al de la imaginación pura.

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