_
_
_
_
Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un catalán en la corte francesa ISABEL OLESTI

Cerca de la plaza de la Mercè, en Barcelona, hay una tienda de ultramarinos que rebosa siempre de clientes. Y no es de extrañar porque su propietario, Josep Badia, sabe cuidar todo detalle, aunque a él se le ve poco detrás del mostrador. A caballo entre Lescuarre (Huesca), donde tiene la casa paterna, y su fantástico piso de 250 metros de la calle Ample, vive envuelto en los recuerdos del París de los años cincuenta, cuando vestía a la flor y nata de la burguesía, organizaba fiestas en alta mar y era invitado del presidente Kennedy en sus visitas a la capital francesa. Josep Badia empezó a fascinarse por el oficio de sastre a los ocho años, cuando su madre le dejaba en casa del vecino para que no correteara por las calles del Eixample en plena guerra civil. Allí jugaba con la plancha de carbón, con el imán de recoger las agujas, con los retales... A los 16 años ya había aprendido el oficio y a los 17 se marchó a Francia, donde llegaría a ser imitado por Dior, tal y como argumentaban los diarios de la época que Badia guarda con el máximo celo, al igual que guarda los retales de moaré natural de un vestido que confeccionó para Maria Casares.Josep Badia vivió un tiempo en Prada de Conflent, en casa de la sirvienta de Pau Casals, pero pronto se trasladaría definitivamente a París. Allí trabajó en el taller de Cardin y Dior, hasta que montó su propio negocio cerca de la Ópera, en el que llegó a tener 30 empleados. Su fama provenía de su austeridad, su elegancia y un toque erótico que daba glamour a sus modelos. Eran pocos los diseñadores que tenían una base de sastre como él. Cuidaba el más mínimo detalle y se convirtió en el modisto de Edith Piaf, María Casares, la soprano Imma Sumac, varias condesas de la época y de Rose Kennedy, que aporvechaba sus estancias en París para llevarse a América los modelos de Badia. Sus diseños eran exclusivos: las clientas podían estar tranquilas porque hasta pasado un año no los sacaba en las pasarelas.

Como a muchos inventores, a él también le salió la falda ballon por casualidad, una noche de desfile que se encontró con un vestido sin dobladillo. Para solucionar el problema pasó un hilo por debajo de la falda y estiró de él, quedando la ropa abombada. El ballon sería la sensación de los cincuenta, igual que el traje camisero -otra de sus creaciones- que vendió a los americanos y ellos revendieron a Europa llevándose la fama.

Durante dos años, y a petición del secretario de Bellas Artes de Francia, Badia fue jefe de talleres de la Comédie de l'Est y creó los trajes para las obras de teatro de Estrasburgo. Se le consideraba un modisto de vanguardia y recibió cuatro premios de la Direction Générale des Affaires Culturelles. "En aquel tiempo se drapeaba el vestido encima del maniquí, se dibujaba y se utilizaban las agujas para ajustar medidas. Ahora esto prácticamente no existe", cuenta Josep Badia, que antes de confeccionar un vestido de novia se iba a la iglesia donde se celebraría la boda para tener en cuenta cómo tenía que realizar el vestido. "El entorno se puede comer el traje y destrozarlo".

Al llegar los años setenta la moda se masificó, el glamour se esfumaba... Un día Badia se asomó a la ventana de su casa y vió un Citroën: "Ha empezado la era de los coches en serie y de las mujeres en serie", se dijo. Y comprendió que se cerraba una era y que París ya no sería la misma. Después de 32 años en la capital francesa Badia regresó a Barcelona. Puso un taller parecido al que tenía en la Ópera y durante muchos años tuvo como clientas a la crème de la crème catalana, sin dejar de lado a muchas de sus clientas parisinas que le fueron siempre fieles. Ahora vive tranquilo entre vestidos sujetos con alfileres, retales de ropa que ya no se usa, recortes de prensa que el tiempo oscurece, álbumes de fotos de sus modelos y de su vida social con la firma de Pedro de Rozas. Le gusta hablar de París y añora aquellos desfiles de moda que nada tienen que ver con los actuales. "Antes las modelos presentaban el traje, ahora se presentan a ellas mismas", dice Badia con un deje de tristeza. Reconoce que ahora no existe una escuela de modistos y que las modelos caminan por la pasarela como si bailaran rumbas.

"Cada mujer tiene un modelo de mujer en la cabeza. La gracia es acercarse a la mujer que uno quiere ser". Badia se enorgullece de que todavía hay señoras que le piden el último retoque.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_