Pero... ¿han pasado 25 años?
Me siento atrapado por la sorpresa, y por mi imprevisión, en este 25 aniversario de la Monarquía, del comienzo de la transición, de la muerte de Franco. Comento con un amigo la pesadez de los mil requerimientos para declarar, escribir, conferenciar, sobre este periodo en todas sus variantes posibles.Requerimientos a los que llaman "protagonistas" que sólo es posible si se refieren a unas personas o a millones de ciudadanos,aunque seguramente ha sido la combinación de ambas cosas. Unos pocos recogiendo las aspiraciones de millones. Lo contradictorio es lo intermedio. Cientos de personajes que se apuntan a haber desempeñado un papel clave en el proceso, hinchando, como la rana, sus menguadas aportaciones o falseando su verdadero comportamiento en tan cruciales momentos, cuando no las dos cosas a un tiempo.
Esto da lugar a una gran profusión de testimonios y confusión de interpretaciones, que harán más difícil desentrañar las claves del cambio, ya histórico, de nuestro país. Y, sin embargo, resulta casi imposible hurtarse al compromiso, cuando la solicitud viene de personas a las que aprecias y han sido encargadas de convencerte del carácter "imprescindible" de tu participación en el ciclo de conferencias, en el típico libro conmemorativo o en el reportaje fotográfico comentado. "Sólo son 20 líneas, 4 folios, 5 minutos. ¡Cómo va faltar tu presencia, si las hay a centenares y tú gobernaste casi 14 años!", arguyen.
¿Qué pasó? ¿Cómo ocurrió? O respondes en cuatro folios o no tienes respuesta. Éstos son los míos.
Unas cuantas personas, colocadas en puestos de gran responsabilidad, por esa mezcla de azar y necesidad que produce la historia, tuvieron la sensibilidad de captar el estado de ánimo favorable al cambio de la mayoría de los españoles, sin perderla frente al de la minoría resistente a cualquier modificación de su estatus.
En la cabeza estaba el Rey, con su gran intuición de poder y su habilidad para las relaciones humanas. Sabía de dónde veníamos mejor que nadie, y disponía de un "majestuoso" olfato para percibir los deseos de la gente. Durante los primeros meses, ocupó el territorio de competencias absolutas que había recibido y, cuando creyó tener margen de maniobra, sorprendió a todo el mundo designando a Adolfo Suárez para encabezar el Gobierno que habría de dialogar, negociar y maniobrar, con tirios y troyanos, hasta llevarnos a la primera confrontación electoral libre desde hacía cuatro décadas.
Algunas semanas después de ese nombramiento, en los primeros días de agosto del 76, conocí a Suárez, con el que entablé una intensa relación de confianza, incomprensible para muchos, hasta el verano de 1980, tras la moción de censura a la que sometimos a su Gobierno, que enfrió las relaciones durante varios meses.
El periodo de Gobierno de Adolfo Suárez fue, a mi juicio, el verdadero núcleo de la transición, precedido por los primeros meses de tanteo tras la muerte de Franco y seguido por la breve etapa de Calvo Sotelo como sustituto en la Presidencia. Es decir, la transición arranca con la coronación del rey Juan Carlos y termina con el triunfo en las urnas del Partido Socialista, en octubre de 1982.
A partir de ese momento, entramos en un periodo de consolidación de la democracia, de desarrollo constitucional y modernización de España, a pesar de que perduraran algunas de las amenazas que habían acompañado a todo el proceso: violencia terrorista y tensiones involucionistas. El terrorismo es el último residuo que martiriza la convivencia en paz y libertad que conquistamos, tras la desaparición de los grupos involucionistas.
Las claves interpretativas de este cambio histórico están llenas de intangibles. Los elementos materiales en que se plasman están contenidos, fundamentalmente, en la Constitución y su desarrollo.
El tránsito entre un sistema autoritario, de nacionalismo centralista excluyente, a uno democrático, incluyente de la diversidad de ideas y de personalidades colectivas que conforman la realidad de España, fue el fruto de un esfuerzo de diálogo, de reconocimiento del otro. Esfuerzo de superación de los rencores que nos acompañaron pegajosamente durante los siglos XIX y XX, que generó un clima inédito de confianza política, bajo el arbitraje sutil del Rey, lima de asperezas y desencuentros.
En mis recientes visitas a México, que vive momentos apasionantes de su peculiar tránsito, tan diferente al nuestro, me han preguntado con insistencia, incluido el presidente electo, por los famosos Pactos de la Moncloa. Siempre respondo que, más allá de haber cambiado la negociación de las rentas salariales, pasando de inflación pasada a inflación prevista, lo más significativo de aquellos pactos fue el clima que se creó en ese otoño de 1977, tras el proceso electoral de junio, que situó a cada cual en la posición deseada por los ciudadanos. Ese clima, con antecedentes en los primeros meses de la primavera, permitió que Gobierno y oposición se sintieran corresponsables del devenir del proyecto democrático. Nació así el "consenso", ese territorio compartido en el que se habrían de definir las reglas de la convivencia entre todos, mientras se sorteaban obstáculos de gran envergadura.
La Constitución es su fruto más preciado, aunque no fuera el único. Es el elemento tangible de un nuevo modo de hacer política en la España contemporánea, inexplicable sin los intangibles a los que hacía referencia.
Por primera vez desde la de 1812, una Constitución nace como ámbito de convivencia entre todos y para todos, incluidos aquellos que no estuvieron de acuerdo ni con el procedimiento de elaboración ni con su contenido.
Por primera vez una Carta Magna no era el instrumento arrojadizo de unos contra otros, como lo fue la Pepa en los aciagos días del absolutismo fernandino, o como lo fue la penúltima, la de la Segunda República, nacida con más detractores o indiferentes que verdaderos partidarios.
Pero... ¿han pasado 25 años desde la muerte del dictador y más de 20 desde la aprobación de la Constitución? "El tiempo huye, inexorable" y en este rompeaguas terminal del último cuarto del terrible siglo XX, que abre las puertas a un nuevo milenio, incluso a una nueva era, andamos preguntándonos por el carácter de la transición, tratando de acumular protagonismos sin despejar oportunismos. Y, peor aún, sin reflexionar, para el hoy y el mañana, sobre el significado de ese periodo, sobre los mensajes implícitos y explícitos de la Constitución y sobre su método de elaboración.
Hace tiempo que reitero que cada vez me siento menos nacionalista, si alguna vez lo hubiera llegado a ser. Porque hicimos un esfuerzo por reconocer la diversidad, para encontrarnos con el otro, no sólo en las ideas plurales que configuran la ciudadanía democrática clásica, sino en las identidades colectivas, pero nos encontramos con interpretaciones excluyentes, y por ello falsas, simplis-
tas, de esas identidades. Y porque hoy empezamos a vislumbrar un choque de identidades de mayor magnitud, cuando reemerge del pasado otra interpretación excluyente para confrontarla a las anteriores. Y lo que es más grave y más difícil de corregir, utilizando una Constitución de vocación incluyente como arma de combate para esa batalla.De nuevo parece que volvemos a las andadas. A la política que alimenta rencores. Al uso de la Constitución como arma arrojadiza que excluye en lugar de incluir. Y esto significa que se avecinan tiempos de crisis política, de nacionalismos centrales y periféricos en línea de colisión.
Sé que les va a costar interpretar estas palabras que no quiero llevar mucho más lejos, pero conviene recordar -hacer memoria, en un país que la tiene tan frágil- que algunos de los defensores de la Constitución, dispuestos a descalificar con ella, a diestro y siniestro, estaban en su contra. En desacuerdo con el método del consenso empleado para elaborarla y en desacuerdo con sus contenidos básicos. La grandeza de la Carta Magna se muestra en que los que esto hacen estaban tan incluidos que ahora "mandan".
Por el contrario, algunos de los que entonces participaron del consenso como método y de los contenidos como resultado, se encuentran zaheridos por los anteriores, por supuesta falta de responsabilidad ante su obra. Y cuando veo esto, recuerdo a aquellos personajes que despotricaban contra la Ley del Divorcio e insultaban con dureza a los que la apoyábamos, y ahora la utilizan con generosa desenvoltura.
Si los neófitos defensores de la Constitución se sienten incluidos y cómodos en ella, nada puede producir más placer a los que la hicimos con esa precisa vocación de incluirlos. Pero... permitan que les pidamos que sigan haciendo un uso incluyente de la misma, también con los que no la aceptan, y respeten a los que pretenden cambiar algo, para mejorarlo según su criterio. Si para este rechazo o para el cambio que proponen emplean las reglas previstas en la misma, la propia Constitución los ampara. Además, se puede esperar que se opere la misma transformación en los que la rechazan que la experimentada por los conversos. Pero, sobre todo, así podremos mejorar nuestra convivencia y sumar fuerzas para combatir con eficacia a los violentos, a los que se autoexcluyen rompiendo criminalmente las reglas de juego.
El mejor homenaje a la transición y a su fruto constitucional sería reconocer su identidad de origen y su vocación, así como su método de gestación, para sacar de ello consecuencias sobre su aplicación y desarrollo.
¿Servirán para algo semejante los juegos florales conmemorativos de estos 25 años?
Felipe González ha sido presidente del Gobierno español.
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