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Tribuna:LA SITUACIÓN EN EL PAÍS VASCO
Tribuna
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Al alba

Según el Estudio General de Medios correspondiente al primer trimestre de este año, la difusión conjunta de El Correo y El Diario Vasco era en Euskadi de 922.000 lectores, cuatro veces más que la suma de Gara (130.000) y Deia (96.000), los dos diarios nacionalistas. Es un dato que permite relativizar la pretensión de hegemonía social del nacionalismo y ayuda a entender la irritación creciente de algunos de sus dirigentes ante los diarios y periodistas no afines.A la insólita campaña de boicot contra El Correo lanzada hace unos años por el PNV de Vizcaya le ha seguido recientemente otra contra los principales periódicos de la Comunidad Autónoma Vasca y Navarra impulsada por personas del entorno de HB bajo la acusación de que "no reconocen la realidad de Euskal Herria". Lo cual es tan inteligente como disparar contra el gallo para retrasar el amanecer. En un artículo publicado en mayo pasado en la revista Talaia, el periodista Emilio Alfaro llamaba la atención sobre la paradójica fe de los partidarios de la acción directa en la palabra escrita como creadora de realidad.

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Si los medios no reflejan la que ellos imaginan, tanto peor para los medios: serán culpables de "distorsionar" la verdad". Como observa Alfaro, lo más extraordinario es que la neutralidad que reclaman no se sienten obligados a mantenerla en los medios, públicos o privados, que controlan. Encuentran normal la dependencia y acusado sesgo partidista de esos medios, y tienden a atribuir la misma dependencia a los demás. Así, el "linchamiento mediático interesado" se convierte en "dique defensivo ante las críticas" y en coartada para no asumir las "responsabilidades por errores contrastados". No sería difícil encontrar cierta correlación entre el grado de evidencia de esos errores y el de virulencia de sus arremetidas contra la prensa infiel. Con el añadido de una buena conciencia en cascada que les hace sentirse -a ellos, tan obedientes- unos rebeldes: víctimas del pensamiento único.

Una derivación perversa de esa tendencia es lo que Alfaro describe como identificación de los medios no allegados con un "ejército opresor" que anula los derechos de Euskal Herria. Dado ese paso, "los siguientes vienen solos: de los panfletos se pasa a las pancartas, de éstas al artefacto incendiario, luego a la carta bomba y poco más tarde al asesinato frío y premeditado de José Luis López de Lacalle".

Parece una exageración, pero en las imágenes que ayer ofrecieron las televisiones sobre los registros de los pisos habitados por los miembros de ETA detenidos en Madrid se observa la presencia de dos ejemplares de la revista Ardi Beltza: la publicación a que se refirieron el lunes Savater y Juaristi como especializada en adelantar los argumentos por los que alguien, singularmente del gremio periodístico, podría convertirse en víctima de ETA.

Hoy hace 60 años, el 9 de noviembre de 1940, al alba, era fusilado en las tapias del cementerio de la Almudena de Madrid el periodista bilbaíno Julián Zugazagoitia. Tenía 40 años. A los 20 había sido presidente de las Juventudes Socialistas de Bilbao, y a los 21 director de La lucha de clases. Más tarde lo fue de El Socialista, hasta su nombramiento como ministro de Interior en 1937, en plena guerra. De ella dejó un testimonio conmovedor en su obra Guerra y vicisitudes de los españoles, redactada en París en su último año de vida. En sus páginas, a propósito del asesinato de Andreu Nin, puede encontrarse esta conclusión: "Los más crueles coinciden en ser los más cobardes". Denunciado por un soplón franquista llamado Pedro Urraca, fue detenido en París por la Gestapo el 27 de julio de 1940, entregado a la policía franquista y fusilado tres meses después.

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No existe papel más indigno que el de chivato en una dictadura. Ese papel ha sido asumido hoy por los confidentes de ETA. Unos lo son a plena conciencia. Otros pertenecen a ese mundo de pequeños miserables convencidos de estar contra los asesinatos de ETA pero cuya cobardía les lleva a tomar distancias respecto a sus víctimas, reales o potenciales. No sólo evitan cualquier gesto que pudiera ser interpretado como de solidaridad con los amenazados, sino que les señalan con el dedo, acusándoles, por ejemplo, de que deben su trabajo a su fidelidad al poder: mensajes dirigidos a quien corresponda y destinados a comprar su tranquilidad con el miedo de aquellos a quienes señalan.

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