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Tribuna:CUADERNO DE TEATRO
Tribuna
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Dos joyas MARCOS ORDÓÑEZ

Marcos Ordóñez

- 1. Diamante.Shylock, de Gareth Armstrong, en el Malic. Con Manel Barceló. De nuevo, la frase que más me gusta escribir: corran a verlo. Es lo mejor, lo más completo que ha hecho Manel Barceló en teatro, y eso que tiene un buen puñado de trabajos espléndidos a sus espaldas. Shylock es un one-man-show, es decir, mucho más que un monólogo. Un "unipersonal", como dicen los argentinos. Es una verdadera panoplia Barceló: todas sus gamas, todos sus talentos están aquí, a dos pasos de nuestras narices. Divertido, furioso, conmovedor. Luca Valentino, su director, escribe, y con toda la razón: "Gran cabaret, amb un actor lliurant-se a més de 30 personatges amb virtuosisme camaleònic". Valentino descubrió Shylock en el festival de Edimburgo, hace dos años. Su autor e intérprete, Gareth Armstrong, es un galés que, mientras ensayaba El mercader de Venecia para una compañía de repertorio, la Salisbury Playhouse, se topó con el fascinante libro de John Gross, Shylock: 400 years in the life of a legend, y decidió adaptarlo a la escena, a su manera. Con una idea genial como punto de partida: no interpretaría a Shylock, sino a Tubal. ¿Se acuerdan de Tubal? Tubal, nos recuerda Barceló, tiene tan sólo una escena en El mercader. "Mitja, per ser més exactes. Vuit frases en tota l'obra". Pero es el único amigo de Shylock. El único personaje que en la obra le muestra cariño, comprensión. Porque hasta la propia hija de Shylock, que, naturalmente, también es judía, le engaña, le roba, le trata como a un perro. Gareth Armstrong no es judío, es un gentil. Barceló tampoco es judío, que yo sepa. Un gentil hablando de judíos es siempre un asunto delicado. A mi lado, en la noche del viernes -teatro abarrotado- había tres judíos porteños, riendo, felices, por la ironía, el respeto, la inteligencia del texto y la interpretación. En cierto modo, y siempre a través del cabaret, cabaret literario, el punto de vista de Armstrong (y de Barceló) me recordó, en su tono, las Réflexions sur la question juive de Sartre, el Sartre que en 1946 escribe: "El judío es un hombre de quien otros hombres piensan que es judío. El judío asume, así, la permanente alienación de su ser". Tranquilos, no se asusten. Shylock no es un sermón ni un ensayo moral disfrazado de monólogo. Tranquilos: no se pronuncia ni una sola vez la palabra holocausto. Sin embargo, esa ausencia revolotea, como un pájaro con alas de plomo candente, sobre toda la obra, especialmente al final. El final es el final de El mercader. El final perfecto para una representación de El mercader. Suena la música de Belmont, la lujosa música de la fiesta de la inclemente Porcia y sus amigos, los triunfadores, los protagonistas de la historia. Pero lentamente, esa música, como la música de un baile en Vichy durante la ocupación, se difumina y Shylock / Barceló, o Tubal / Barceló, da lo mismo, cruza con su maleta el escenario del Malic ("Us demano permís per retirar-me") y se aleja, se pierde en la distancia (nunca había parecido tan inmenso el diminuto escenario del Malic), mientras suena una canción religiosa del gueto de Varsovia, de cualquier gueto, un kaddish. Y sabemos que Shylock / Tubal / Barceló desaparece en dirección a los campos de exterminio; el pájaro de las alas de plomo es ahora, muy claramente, una estrella amarilla en su solapa. Shylock nos cuenta, con humor esencialmente judío (esa mezcla de racionalidad extrema, de lucidez y de self-deprecation, que dicen los ingleses), la historia de la alienación judía a través de los tiempos, de la incomprensión, de la persecución; nos hace ver a Shylock, de una vez por todas, con otros ojos, pero también nos habla, mucho y muy bien, de teatro, de cómicos. De todos los grandes Shylocks de la historia. Nos habla de Kean, de sir Henry Irving, pero especialmente de Richard Burbage (1567-1619), la primera gran estrella del teatro británico, y de Charles Macklin (1700-1797), el irlandés borracho y pendenciero que rescató El mercader en el Drury Lane, en 1741. La escena en la que Barceló encarna, literalmente, al viejo, viejísimo Macklin intentando representar de nuevo su Shylock con casi 90 años, sordo, sin dientes, para quedarse en blanco en mitad de una frase ("Que Déu m'ajudi. Em temo que la memòria m'ha abandonat"), es uno de los momentos más intensos, más conmovedores, que he visto últimamente en el teatro; ahí alcanza Barceló una enormísima altura. Un precioso texto y un precioso espectáculo.

- 2. Piedra de río.

El Lliure, en su paupérrima temporada, ha tenido el acierto de rescatar (tres semanas, ya no estará en cartel cuando lean esta página) el gran éxito del teatro alternativo madrileño: Las manos, un texto escrito a tres (José Ramón Fernandez, Yolanda Pallín y Javier García Yagüe) que, a su vez, es la primera parte de una Trilogía de la juventud. Éxito total, sin comillas reductoras: el espectáculo se ha tirado un año, a teatro lleno, en Cuarta Pared, la sala de la Glorieta de Embajadores. El pasado junio viajó al festival de Sitges; no lo pude ver allí, pero todos -crítica, público- dijeron maravillas de la función (de la función y del texto), y por una vez el Lliure ha estado al loro y lo ha rescatado, como rescató -para algunos, hacer teatro en castellano en el Lliure es una herejía- los memorables espectáculos de Alfredo Alcón a finales de los ochenta. La Trilogía, según sus autores, pretende contar "el tránsito que se ha producido durante este siglo en nuestro país, desde el medio rural hasta la sociedad de la información" a través de tres generaciones: abuelos, padres, hijos. Dirige Las manos uno de sus autores, Javier García Yagüe. Seis intérpretes, absolutamente desconocidos, que yo sepa, en Barcelona (Jesús Asensi, José Miguel Barderas, Elena Benito, Esperanza Elipe, Eugenio Gómez, Asu Rivero) que, como muy bien decía Haro Tecglen en la crítica del estreno madrileño, "parecen un pueblo entero", en un espacio escénico donde "llueve, se muere, se vela, se come, se ama". Las manos tiene mucho de ceremonial, de recuerdo a los muertos, con pastas de almendra y vino dulce incluidos, como en cualquier velatorio de pueblo. Al comienzo mismo, los actores nos muestran las fotos de sus abuelos, jóvenes. Naturalmente, todos creemos reconocer a los nuestros. Esa es una de las bazas básicas de la función: no sabemos si pasa en Extremadura, o en Segovia, o en Galicia, pero pasa, como un río, por toda nuestra historia, por toda nuestra infancia, reavivando mil recuerdos olvidados o dormidos, entre gavillas de leña, arados, botellas de anís, panderos, canciones, sillas de enea, cubos de zinc. Y piedras, muchas piedras, las piedras que se utilizan para vadear un río, un río de muchas aguas, de muchas voces. Distant Voices, Still Lives, como la película de Terence Davies. En un principio, el referente más claro, más directo, de Las manos parece ser The three lives of Lucie Cabrol, la portentosa saga rural del Théâtre de Complicité. Las manos no tiene la brutal energía de Complicité ni su vuelo lírico, pero tiene detrás un hermoso texto, uno de los mejores textos en castellano que he oído en mucho tiempo, sin retórica, con verdad, con, tan sólo, algún que otro tópico. Lucie Cabrol y Las manos tienen, sin embargo, un mismo padre adoptivo: John Berger. Los autores dedican la obra "a John Berger por su inspiración, y a Miguel Delibes por su sabiduría". Es, claro, el John Berger de 'Puerca tierra', uno de cuyos relatos inspiró Lucie Cabrol; es la mirada de Berger, un maestro en el arte de mirar, pero es la voz, castellanísima, de Delibes, el Delibes de Las ratas y Los santos inocentes. Y de Aldecoa, añadiría, el Aldecoa de Seguir de pobres, de La humilde vida de Sebastián Zafra y de tantas y tantas historias de criaturas "humildes y fatigadas, que luchan y aman, esperando que el mundo les muestre algún día una cara más amistosa". He hablado antes de ceremonia, de ritual, pero Las manos tiene también el ritmo y la cadencia de un ciclo, el ciclo de las estaciones que, como muy bien decía Ignacio G. Garzón, "marcan los ritos del amor y la muerte, del trabajo y de la fiesta, de la cosecha y del hambre". Hay desigualdades entre los actores, todos muy jóvenes, falta quizá en algunos algo más de técnica o de malicia escénica, pero nunca falta fuerza comunicativa, ni verdad. Hay, para mi gusto, una actriz que destaca poderosamente en el conjunto: Esperanza Elipe, que recuerda, en su viveza, a una joven Julia Caba Alba. Y hay, entre muchos, un gran momento de teatro, un gran fragmento de texto y de interpretación: el monólogo de un caballo muerto, un caballo de tiro, un viejo percherón llamado Abd-el-Krim, que, con la voz y el cuerpo de Eugenio Gómez, evoca, en 10 minutos de emoción pura ("Ahora yo estoy muerto, otro pronto me sustituirá"), su perra vida anterior.

- Yuyu.

Como en el teatro se pasa más miedo que en el cine cuando la cosa va de susto, no he ido a ver La mujer de negro en la Villarroel, que ya bastante me asustó en su día en Londres. En justo castigo a mi cobardía, el yuyu me lo ha acabado pegando Emilio Gutiérrez Caba desde una pantalla, en La comunidad, en su extraordinaria escena de acoso a Carmen Maura. La Maura está genial, pero Emilio Gutiérrez Caba, ese pedazo de actor, te pone los pelos de punta sin apenas mover una ceja, sin dejar de sonreír: impresionante. No se lo/s pierdan.

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