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Diez años de la Alemania unida

El 3 de octubre Alemania ha festejado el décimo aniversario de la unificación, en Berlín con una verbena multitudinaria en los alrededores del Reichstag, en Dresde con un acto oficial en el que han intervenido los presidentes de Francia y de Alemania, con lo que se recompone, al menos simbólicamente, el famoso eje, últimamente muy deteriorado, en torno al cual gira la Unión Europea. Ambos países han reiterado la promesa de que la ampliación al este seguirá su curso en los plazos previstos.La celebración ha venido precedida de una polémica pública sobre los méritos de los distintos partidos en el proceso de unificación. El antiguo canciller, Helmut Kohl, que pasa por ser el artífice de la unidad, además de negarse a participar en los actos oficiales, al no haber sido invitado como orador, ha atacado, junto con su partido, a la socialdemocracia por su comportamiento en las semanas decisivas, mientras que los socialdemócratas se defendían recordando que sin su política de apertura al este (Ostpolitik), que tanto combatió la democracia cristiana, no hubiera sido posible la unificación. Los verdes, que, junto a una izquierda más intelectual que socialmente arraigada, propugnaban la convergencia de ambos Estados alemanes en un plazo razonable, de modo que se salvase lo mejor de cada uno, dando la espalda al pasado, se han ido a celebrar el evento a Polonia, con el pretexto de que sin el consentimiento polaco, no hubiera sido posible la unificación. Cierto, los polacos exigieron, apoyados por las cuatro potencias, el reconocimiento previo de la frontera Oder-Neisser. Es un tema que parecería definitivamente cerrado, si no fuera porque la extrema derecha que representa el NPD no insistiese en que el proceso de reunificación no ha acabado mientras Alemania no recupere las fronteras de 1938.

El domingo, en un programa televisivo que reunió a los entonces ministros de asuntos exteriores de las cuatro potencias, más al de la Alemania Federal y al primer ministro de la antigua RDA, quedó de manifiesto, pese al lenguaje diplomático empleado, que la unidad de Alemania fue un regalo inesperado de la antigua Unión Soviética. Francia al principio, y el Reino Unido hasta el último momento, trataron de impedir una unificación tan rápida y sin condiciones. Estados Unidos se mantuvo en una posición de tranquila espera, convencido de que la Unión Soviética no aceptaría la condición básica de que la Alemania unida permanecería en la OTAN, lo que significaba ampliar la Alianza Atlántica hasta el Oder y dejar en terreno enemigo, hasta que pudieran replegarse, a 400.000 soldados soviéticos, la elite del ejército ruso. El problema parecía tan intrincado que los más optimistas contaban con años de negociación. Como se sabe, el nudo gordiano fue cortado en junio de 1990 en una reunión de Gorbachov y Kohl, acompañados de sus respectivos ministros de asuntos exteriores en el Cáucaso. Para sorpresa de todos, la Unión Soviética terminó por aceptar todas las condiciones que imponían las potencias occidentales, dejando paso libre a la unificación de Alemania. Diez años más tarde, la Alemania unida ocupa el puesto que le corresponde en el concierto europeo, mientras que de la antigua Unión Soviética se han desmembrado 13 países y Rusia se debate todavía con el riesgo de una ulterior descomposición.

La unificación ha significado el acceso de Alemania a la normalidad, sin otras nubes, que las que propaga una extrema derecha nazi que no deja de crecer entre algunos sectores de la juventud. Pero, justamente, es la normalidad de Alemania lo que sigue asustando a sus vecinos, un país de más de 80 millones de habitantes, el mayor de la Unión y, pese a las crisis, con la economía más potente. Normalidad que significa que el mayor y el más fuerte, ya sin las restricciones del pasado, ha de desempeñar un papel hegemónico en la Unión. La debilidad de la Unión se refleja en el hecho de que de ningún modo se quiere asumir lo que debería ser normal. La preeminencia del mayor.

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