¿Existen identidades asesinas?
En el marco de los diálogos culturales de Santiago de Compostela, dos mexicanos -Héctor Aguilar y Ángeles Mastreta-, dos tunecinos -Hélé Béji y Ridha Tlili-, un marroquí -Tahar Ben Jelloun-, un europarlamentario francés de origen argelino -Sami Naïr- y yo mismo hemos hecho un apasionante debate sobre el problema de la identidad cultural en las sociedades norteafricanas, latinoamericanas y europeas después de la caída del muro de Berlín y la explosión del fenómeno conocido como globalización o mundialización.He venido analizando los cambios en la economía y el comercio, los flujos financieros y los sistemas de producción de bienes como consecuencia de la revolución tecnológica.
El Estado Nación, como ámbito de realización de la soberanía, de la democracia representativa (cuando existe) y de la identidad, vive una crisis de estructura, hacia la supranacionalidad y hacia la intranacionalidad, acompañada de variaciones sustanciales en los contenidos de la política en cualquiera de sus niveles de ejercicio.
A la vez, los instrumentos institucionales de los que dependía la convivencia ordenada de la comunidad internacional se muestran insuficientes, inadaptados o en franca crisis para enfrentar los nuevos desafíos. En el terreno político y de seguridad, como es el caso de la ONU; en el campo financiero (FMI y Banco Mundial), y frente a los desafíos medioambientales o a los flujos migratorios que recorren el planeta.
Pero en el trasfondo de las dificultades de articulación interna de cada Estado Nación, de integración en procesos de supranacionalidad del tipo de la Unión Europea y Mercosur, o de ordenación de la convivencia internacional tras la caída del muro de Berlín, encontramos como desafío permanente la cuestión de la identidad cultural.
Desafío presente en integración de emigrantes, en la inclusión democrática de los derechos de las minorías identitarias de Estados pluriculturales, en las relaciones de cooperación entre países diversos como los mediterráneos; en definitiva, en la organización democrática de la mayor parte de las sociedades, originaria o crecientemente multiculturales, y en las relaciones internacionales.
La revolución de la información -que comporta su globalización- agudiza las reacciones de afirmación identitaria frente a lo que se percibe como una tendencia homogeneizadora, que amenaza la personalidad propia y diferenciada.
La cuasi desaparición del sistema comunista hace emerger en el escenario mundial la diversidad de identidades nacionales o étnico-culturales precedentes. Esta explosión, cargada de tensiones, ha sido vista como una regresión, como una amenaza, o menospreciada por los defensores del pensamiento único.
En realidad, la llamada política de bloques ocultaba y aplastaba la diversidad identitaria existente, simplificando las relaciones entre las naciones por su adscripción o proximidad a uno de los dos sistemas dominantes. Sobre esa simplificación se puede estar cometiendo el error de intentar construir otra aún más peligrosa: liquidado uno de los dos sistemas de referencia, debe universalizarse el modelo "vencedor", eliminando los obstáculos que se le interpongan.
En este nuevo escenario, nuestro debate se centró en la necesidad y en la dificultad de integrar las afirmaciones de identidad legítimas, que defienden una riqueza plural que nos enriquece a todos, frente a las afirmaciones identitarias excluyentes del otro, opresoras de todo aquel que no coincida con su interpretación étnico-cultural o étnico-religiosa.
Los conflictos identitarios que nacen de esta última reacción, intranacionales o supranacionales, constituyen la principal amenaza para el ejercicio de la democracia y para la convivencia en paz entre pueblos y naciones. Enfrentamientos civiles, movimientos terroristas, guerras regionales, exclusión de las mujeres, tienen ese origen, desde la antigua Yugoslavia hasta la región de los Grandes Lagos, pasando por el conflicto de Argelia, de Chiapas, del País Vasco o el propio problema corso. En el consciente inmediato de los participantes estaban presentes estas realidades vividas en cada uno de nuestros países, por encima de las notables diferencias de todo orden.
Por tanto, cada uno de los actores del seminario sentía, desde su variada condición de intelectuales, escritores, políticos y filósofos, como hombres o mujeres, la realidad de escenarios tan diversos como Túnez o Marruecos, Francia, México o España, en los que ninguno escapaba del núcleo de la reflexión. ¿Qué hacer con los problemas de identidad?
Recordando la reflexión, brillante y torturada, de Amín Malouf, sobre las que él llama "identidades asesinas", les propuse asumir la biodiversidad cultural, que define a la especie humana, como el movimiento ecologista ha logrado que se asuma la biodiversidad de la naturaleza: como una riqueza compartida.
Esto nos exigiría superar la intolerancia hacia el que no comparte nuestra cultura, nuestra religión, nuestros valores convencionales; superar, también, la suficiencia tolerante de creerse en posesión de la verdad cultural, religiosa o laica, admitiendo que otros estén en el error, para pasar a la comprensión de la otredad. El diálogo, cada vez más ausente de la sociedad global, como conocimiento (logos) de ese otro cultural, es la condición necesaria, aunque no suficiente, para encontrar el camino de la convivencia en paz entre las naciones y dentro de cada Estado Nación.
¿La aceptación e integración de la diversidad cultural, de identidades diferentes que nos enriquecen como especie, es compatible con los derechos humanos, la aspiración a vivir en libertad decidiendo el propio destino colectivo, la igualdad de género, etcétera? De la respuesta a esta cuestión dependerá que se cumpla la condición suficiente; dependerá la vida en democracia y en paz, en las sociedades multiculturales de origen o bajo el impacto de los flujos migratorios, y entre las diferentes naciones de la comunidad internacional.
En sociedades como la española, con la violencia terrorista de ETA, o como la mexicana, con la rebelión chiapaneca, o la francesa con el conflicto corso, o la argelina con su guerra civil religiosa, ¿es posible la democracia basada en la ciudadanía y la integración de identidades? Los Estados Nación tienen problemas inéditos para integrar, junto a derechos básicos de ciudadanía, derechos comunitarios de identidad, preexistentes o resultado de flujos migratorios. La democracia exige que no haya interpretaciones discriminatorias en la incorporación de estos derechos de grupos culturalmente diferenciados y, menos aún, interpretaciones excluyentes de la identidad por parte de los mismos.
Se puede hablar de identidad de identidades en la construcción de la democracia de las sociedades multiculturales del siglo XXI. Esa identidad de identidades es la ciudadanía como fundamento de la democracia. Puede haber más componentes y, de hecho, los hay, pero sin éste la democracia no es posible y entra en conflicto con las interpretaciones de la identidad que no lo aceptan por su carácter excluyente.
Tiene razón Amín Malouf defendiendo su identidad de identidades: libanesa, cristiana, francesa, como un mestizaje del que no quiere, ni tiene por qué, renunciar a ningún componente. Tiene razón cuando rechaza el rechazo que produce en sus interlocutores cerrados a comprender -aunque lo toleren- esa realidad que vive. Tiene aún más razón cuando denuncia la existencia de "identidades asesinas".
Pero creo que no existen identidades asesinas en sí mismas, sino interpretaciones excluyentes de la identidad que, en su rechazo al otro, engendran una violencia de mayor o menor grado. Estos grupos que asumen la identidad como exclusión del otro, la conciben como un absoluto que, en su locura, los legitiman para disponer de la vida y la libertad de los que no comparten su misma interpretación, por razones étnico-culturales o étnico-religiosas.
En el caso de la nueva hornada de terroristas de ETA, desprovista ya de la carga ideologizante marxista revolucionaria que alimentaba su estrategia como movimiento de liberación nacional, el fundamento de su violencia criminal es la interpretación excluyente y absoluta de la identidad que dicen defender y que pretenden oprimida. Esta defensa se hace incompatible con la democracia, porque no respeta al ciudadano, al que lo es porque no se siente obligado a aceptar la misma interpretación de la identidad.
No hay un problema de "carácter", ni existen identidades asesinas. Hay un problema de interpretación excluyente que lleva al asesinato, a la extorsión, a la lucha callejera, a la opresión del otro. "Lo vasco" es lo que el grupo de fanáticos decide que es vasco, como, en la Alemania nazi, lo alemán era lo que decidía el Führer, o en el nacionalismo franquista, lo español era lo que decidía el Caudillo. Todo lo demás había que excluirlo y, por tanto, eliminarlo como traición a la identidad.
Esta locura criminal pretende estar por encima de las reglas de juego que fundamentan la democracia, por eso no tienen inconveniente en ponerla en peligro. El componente irracional, integrista y antidemocrático ha aumentado en la nueva ETA, porque al perder el ropaje ideologizante, el terror que practican es más terror puro: contra todo y contra todos los que estorben su interpretación de la identidad. Esto empieza a incluir al nacionalismo democrático, salvo que se pliegue, como EH, a sus dictados, porque son considerados los peores traidores.
Por esta razón cobra especial interés el debate sobre identidad y democracia, sobre el mestizaje y el respeto a las diferencias.
En este territorio, el de la identidad, se va a plantear el mayor reto de articulación democrática para nuestras sociedades, frente a la feudalización, la tribalización de las relaciones entre las distintas identidades, crecientemente excluyentes entre sí, crecientemente agresivas entre sí.
Democracia incluyente o barbarie, es el desafío.
Felipe González ha sido presidente del Gobierno español.
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