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Sobre el alma nacionalista JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Varios periódicos de Barcelona no llevaban ayer en portada el discurso institucional del presidente Pujol con motivo de la Diada. Es decir, consideraron que no era noticia prioritaria. En principio, un discurso es noticia por su novedad o por la importancia de su contenido. También por la relevancia de quien lo pronuncia, pero éste es un criterio más propio de la prensa oficialista. Pujol lleva 20 años haciendo el discurso presidencial por estas fechas. El factor novedad no existía. Tampoco en los contenidos. Pujol no dijo nada que no haya repetido una y mil veces. Sólo el tono funcionarial, del que despacha un trámite, podía sorprender, quizá porque de tanto repetir las mismas cosas uno se aburre a sí mismo diciéndolas. La tradicional reivindicación de mayor autogobierno fue hecha con la boca pequeña quizá porque un par de días antes había expresado sus deseos de cerrar la época reivindicativa. La apelación al patriotismo forma parte de la retórica del acontecimiento. La articulación de lo global y lo identitario, que un día apareció como una iluminación de la ideología del globalismo, es ya un puro tópico que para generar interés requiere alguna concreción mayor. De ahí la impresión de un discurso enlatado que bien podría haber servido para la Diada del año pasado y la del año próximo. De todo lo cual podríamos deducir que la prensa hizo bien en no llevarlo a sus portadas, y que entre todos vamos construyendo cierta normalidad: la Diada se hace anodina y la prensa no se siente obligada a cumplir un rito por el simple hecho de serlo.Quedaría, sin embargo, la objeción del argumento institucional. Estos mismos periódicos acostumbran a llevar en portada el mensaje de fin de año del Rey. Un mensaje que pocas veces se justifica por su contenido, porque una de las características del papel del Monarca es no decir casi nada cuando habla. Siendo la razón institucional -la relevancia del personaje- la única justificación de la noticia, habría un agravio comparativo entre el tratamiento del discurso del presidente de la Generalitat y el de los discursos reales. Dicho lo cual sólo cabe desear que el próximo fin de año, el discurso del Rey no llegue a las portadas de la prensa, salvo que nos sorprenda diciendo algo interesante, cosa altamente peligrosa tratándose de un rey porque está contraindicada con la prudencia y reserva que exige su función constitucional.

Este rutinario mensaje de Pujol llega en un momento en que el presidente es ya casi la única incógnita en la reconstrucción del espacio nacionalista catalán. Desde Convergència, Artur Mas ha dado un paso al frente para la sucesión y desde Unió, Duran Lleida tampoco ha querido ser menos. Es más, desde el PP Josep Piqué lanza el anzuelo del centro catalanista, conforme al estilo de un partido que ha llevado el pragmatismo en materia ideológica hasta tal grado que sus dirigentes primero deciden el eslogan y después escriben la doctrina. Todos ellos se mueven en el terreno de la sucesión de Pujol. Para que ello ocurra tiene que ponerse en disposición de ser sucedido, porque en un país tan conservador como el nuestro el que cometiera el gravísimo pecado de matar al padre sin dejar que se aparte por sí solo, lo pagaría a un altísimo precio. De modo que en este momento -como algún miembro de la propia Convergència confiesa en voz baja- Pujol no sólo es la primera incógnita, sino incluso el principal problema. Y puesto que es propio de los padres incontestados sembrar temor, se extiende entre los dirigentes de su partido el miedo a que les acabe atrapando una vez más en el laberinto con alguna sorpresa. Por ejemplo, aprovechar el año próximo el lío de la financiación autonómica para disolver y volver a presentarse antes de que la guerra de los sucesores pase de los subterráneos a la arena pública. Una sorpresa que sólo tendría un beneficiario: Maragall. Porque a Maragall los años que faltan de legislatura se le harán interminables.

He oído una ocurrente imagen sobre la situación de Maragall: es como el pollo que va rodando mientras se va asando y que se está ya poniendo doradito, casi a punto para llevarlo a la mesa. Si tiene que dar muchas vueltas más antes de ser servido puede que ya llegue quemado. Por sentido común, Pujol no debería caer en una tentación que sólo puede favorecer al adversario. Pero son conocidas las tendencias suicidas de los grandes mandones cuando se les acerca el final. Al fin y al cabo, sólo si después de ellos ganan sus rivales queda confirmado el carácter excepcional, irrepetible e imprescindible de su figura.

Sin embargo, lo que haga Pujol a partir de ahora tendrá importancia como anécdota, pero cambiará poco el destino global de la coalición catalanista. A lo sumo puede alargar o retrasar su crisis de renovación. Un episodio por el que pasan todos los partidos que han gobernado largo tiempo: todos saben de la experiencia de otros, pero ninguno tiene la receta para salir indemne. Con el nacionalismo, Pujol consiguió emerger del debate de las ideologías sociales en un momento en el que éstas todavía sonaban fuerte. Poniendo el énfasis en el contenedor, en el lugar de pertinencia, y haciendo de ello el primer factor de adhesión ante la pasividad de sus rivales, Pujol supo colocar a Convergència por encima de toda ideología precisa: ni conservadores, ni liberales, ni socialistas: nacionalistas. O mejor todavía: conservadores o liberales o socialcristianos, pero todos nacionalistas por encima de cualquier otra cosa. Y fue esta dimensión -en un país que al no tener Estado no tenía el nacionalismo socializado- la que dio a Convergència las hechuras de movimiento de amplio espectro.

Los tiempos pasan y el nacionalismo ideológico se ha ido descafeinando. Y siguiendo el modelo de la derecha española que ha hecho fortuna gracias un clima aparentemente posideológico que le ha permitido obviar su historia, viene Duran Lleida dispuesto a dar una vuelta de tuerca en la desideologización. Si Pujol evitó el debate de las ideologías sociales con el nacionalismo, Duran quiere desteñir el nacionalismo porque los acentos ideológicos estorban a una política que se pinta en colores planos, aunque en la trastienda la apuesta por intereses concretos sea más fuerte que nunca. El problema es que si la primera desideologización de Pujol permitió ampliar el campo, la segunda, la de Duran, puede acabar restringiéndolo al espacio del centro derecha y dejando entrada a muchos cuchillos a la hora de repartirse el pastel de Convergència i Unió. O, dicho de otra manera, si con Pujol, Convergència i Unió se bastaba por sí sola, con Duran pueden ser ya no dos, sino tres los que tengan que pactar. Porque a fuerza de hacer normal la relación con la derecha española, Convergència i Unió puede quedar definitivamente anclada en el espacio conservador -al que tiende por naturaleza- y perder polivalencia. Es contra este destino que Artur Mas tiene que luchar si realmente quiere coger la bandera de la continuidad de Convergència. La pregunta es si la apuesta es posible. O si, después de los 20 años de liderazgo excepcional, el destino de Convergència i Unió es pasar de eje del nacionalismo catalán a complemento del centro derecha español. En la sociedad posideologizada el peligro es pasarse de listo: creerse a ciegas que sólo los intereses cuentan. Y olvidar que la economía del deseo del ciudadano es muy compleja. Por eso, los partidos triunfan mientras mantienen, pese a todo, cierto aliento; la faena de aliño que hizo el presidente Pujol en su discurso de la Diada indica que el alma nacionalista también se ha burocratizado.

Josep Ramoneda es periodista y filósofo.

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