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Tribuna:Un relato de Juan Villoro
Tribuna
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Entre amigos (3)

Juan Villoro

El teniente Natividad Carmona tenía opiniones definidas:-Si masticas, piensas mejor -me tendió un paquete de chicles sabor grosella. Tomé uno aunque no quería.

Un regusto artificial me acompañó en la patrulla. Desde el asiento del copiloto, Martín Palencia le informó a su compañero:

-El Tamal ya mamó.

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Carmona no hizo el menor comentario. Yo no sabía quién era el Tamal pero me aterró que su muerte se recibiera con tal indiferencia.

Había tardado en reaccionar ante el secuestro de Kramer. Eso pasa cuando uno lleva cocaína en el bolsillo. ¿Cómo actuar entre tantos curiosos? Pancho estaba surtiendo un material finísimo; tirarlo era un crimen. Regresé al Oxxo y me dirigí a las latas de leche en polvo. Escogí una para lactantes con reflujo, de la marca que salvó a Tania en sus primeros meses. Desprendí la tapa de plástico y coloqué el papel entre la tapa y la superficie metálica. Con suerte, la recuperaría al día siguiente.

Al regresar a mi coche, encontré a dos policías a cargo de la escena. Habían puesto una bolsita con marihuana en mi cajuela de guantes. Podían llevarme a la delegación como testigo sin ese artilugio, pero la fuerza de la costumbre o el deseo de un soborno los impulsó a sembrar un motivo adicional. Iba a sacrificar mi último billete (con rastros aún más incriminatorios), cuando una patrulla reluciente frenó ante nosotros con ese rechinido que los coches nunca producen en el cine mexicano.

Así conocí a los judiciales Natividad Carmona y Martín Palencia. Tenían pelo de hurón y uñas manicureadas. Revisaron el auto con moroso deleite mientras los curiosos distinguían una cicatriz en la frente de Carmona y un Rolex en la muñeca de Palencia. Los policías de uniforme les merecían absoluto desprecio. Los obligaron a irse con su bolsita de marihuana y sus ánimos de extorsión a otra parte. Luego se comunicaron con el hotel de Kramer, Interpol, la DEA, un puesto de guardia en la Embajada. Esta eficiencia se volvió preocupante al combinarse con la frase:

-Vamos a los separos.

Subí a la patrulla. Olía a nuevo. El tablero parecía tener más botones de los necesarios.

-¿Era muy amigo de Kramer? -preguntó Carmona.

Contesté lo que sabía, en forma atropellada, esperando que mi suerte fuera inversa a la del ignoto Tamal. Ellos parecían no oír o esperar que el trayecto activara otra respuesta.

Pasamos por una colonia de casas bajas. Había llovido en esa parte de la ciudad. Cada vez que nos deteníamos junto a un auto, el conductor fingía no vernos. ¿Dónde estaría Kramer? ¿En una barriada miserable, en una casa de seguridad? Lo imaginé arrastrado por sus secuestradores, una espalda que avanzaba hacia una niebla sucia, un cuerpo que empezaba a ser anónimo, inexplicable, una víctima sin cara, producto de un azar profundo, un cadáver lamido con ansias por los perros callejeros. Le atribuí un destino atroz para no pensar en el mío. 36 años en la ciudad bastan para saber que un viaje a los separos no siempre tiene retorno. Aunque hay excepciones, gente que sobrevive una semana en una cañada, con quince heridas de picahielo, electrocutados en tinas de agua fría que regresan para contarlo y que nadie les crea. Pensé esto para darme ánimos. Me vi deforme y vivo, listo para asustar a Tania con mis caricias. Me pregunté si Renata lloraría en mi funeral. No; ni siquiera iría al velatorio; no soportaría que mi madre la abrazara y le dijera palabras tiernas y tristes que revelaban que en el fondo las dos eran culpables de mi muerte.

Quizá lo que me orillaba al melodrama era la ausencia de una amenaza abierta. La patrulla olía bien, yo masticaba un chicle de grosella, avanzábamos sin prisa, respetando las señales.

-¿Conque usted es cineasta? -dijo de pronto Martín Palencia.

-Escribo guiones.

-Le quiero hacer una pregunta: ese Buñuel le entraba a todo, ¿no? Tengo chingos de vídeos en mi casa, de los que decomisamos en Tepito. Con todo respeto, pero yo digo que Buñuel se metía de todo. Clarito se ve que era bien drogote, bien visionudo. Para mí es el Jefe -Palencia movía mucho las manos, sus ojos brillaban, como si llevara mucho tiempo tratando de exponer el tema-. ¡Que un viejito como ése se meta todo lo que quiera! Yo siempre digo: "Shakespeare era puto y a mí qué". Esos cabrones están creando, creando, creando -movió la cabeza con fuerza, a uno y otro lado, un gesto que sugería coca o anfetaminas-. ¿Se acuerda de esa de Buñuel en que dos viejas son una sola? ¡Están tan chulas las cabronas! No se parecen ni madres, pero el pinche anciano las confunde y ninguna le afloja. Yo también las confundiría, verdad de Dios. Así es el surrealismo, ¿no? ¡Puta, cómo me encantaría vivir bien surrealista! -hizo una pausa, luego de un hondo suspiro, me preguntó-: Entonces qué, ¿a qué le entraba el maestro Buñuel?

-Le gustaban los martinis.

-¡Te lo dije, pareja! -Palencia palmeó a Carmona.

Después de una hora eterna, los oficiales juzgaron que tenían suficiente información y me dejaron en el Ministerio Público. Un licenciado me hizo unas cincuenta preguntas, entre ellas si había tenido comercio sexual con Kramer o discrepancias que pudieran llevarme al asesinato. Nadie que deseara protegerse confesaría en forma tan directa. Pero la fuerza del cuestionario era de método. Al terminar, el licenciado repitió las preguntas en otro orden. En esta nueva secuencia, algunas interrogantes cambiaban de sentido, me hacían ver como si yo supiera ciertas cosas antes de que ocurrieran y las hubiese entrevisto o aun planeado.

Contesté como pude. Al llegar a mi departamento me desplomé en la cama. No podía olvidar la cocaína que escondí en el Oxxo. Pensé que no iba a poder dormir, pero caí en un sueño profundo donde, de tanto en tanto, sentía el tenue roce de una aleta.

Desperté a las 8 de la mañana. Me asomé a ver los corredores que circundaban el Parque de la Bola. La contestadora tenía dos mensajes. Uno de Katy: "¡Qué maravilla de sinopsis! Eres genial. Ya sé que los elogios no están de moda, no te ofendas, pero contigo dan ganas de ser anticuadísima. Me muero de ganas de verte. Un besito, bueno: mil". Katy estaba exultante. Yo no sabía que Gonzalo Erdiozábal le hubiera enviado el texto ni recordaba haberle dado el fax de Katy. Aunque, la verdad sea dicha, recordaba muy pocas cosas. El segundo mensaje decía: "Tienes que venir. Tania está hecha un alarido", mi ex mujer me habla como si nuestra hija fuera un incendio y yo una central de alarmas.

Desayuné una dona y un cigarro y salí a casa de Renata. En el trayecto pensé en Katy, su voz entusiasta, su deseo de ser anticuadísima, algo magnífico en un presente desastroso. Gonzalo era un amigo impar.

Encontré a Tania bastante tranquila pero Renata me vio como si calculara las noches que llevo sin dormir. Me explicó el problema: Lobito, el hamster de Tania, se había perdido en el Chevrolet, el vejestorio que causa tantos problemas y demuestra que mi pensión es raquítica.

Busqué al hamster en el Chevrolet y sólo encontré un broche de carey entre las vestiduras, en forma de signo del infinito. Renata lo usaba cuando la conocí. Me pareció tan increíble que ese delgado material translúcido proviniera de una tortuga como que mis dedos lo hubieran desabrochado alguna vez. Ahora el mecanismo se había trabado (o mis dedos perdían facultades). Decidí que Lobito fuera buscado por especialistas. Tania me acompañó al Chevrolet. Un mecánico de bata blanca recibió mi solicitud con apatía, como si todos los clientes llegaran con roedores perdidos. Quizá los gases tóxicos otorgan esa cansada eficiencia:

-Esperen en Atención a Clientes -señaló un rectángulo acristalado, donde un televisor transmitía un comercial del Gobierno que me da especial repugnancia porque yo lo escribí. Durante un minuto se promueve un país donde cuatro paredes prefabricadas califican como un aula y como un logro; la pobreza parece resuelta e imbatible al mismo tiempo: "Ya hicimos lo poco que se podía", se interpreta en la última toma, cuando un niño de ojos extraviados abre la boca ante un gotero. Cerré los ojos hasta que Tania me jaló del pantalón.

El hombre de bata blanca tenía a Lobito en sus manos:

-Tuvimos que desmontar el asiento trasero. También encontramos esto -me tendió una pelota de tenis, que había perdido su fulgor verde en la cavidad del auto.

La tomé con manos temblorosas. Supe, por el contacto velludo y los recuerdos que activaba, que el infame Erdiózabal me había traicionado.

Continuará

Juan Villoro (México, 1956) es autor de El disparo de Argón y La casa pierde (Alfaguara)

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