_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

ADN

Rosa Montero

Mientras escribo esto faltan sólo unas horas para que científicos de diversos países hagan público el mapa de nuestros entresijos más profundos, de la esencia transparente de la carne. Tengo para mí que cuando los antiguos hablaban del alma debían de referirse a esto, a las elegantes hélices del ADN, al misterio genético, a esa sustancia básica e invisible que nos conforma tal y como somos. De manera que se podría decir que los investigadores van a desvelar el primer boceto del alma humana. Un retrato de interior que nos une con el resto del universo. Reducidos al principio de las cosas, todos los seres vivos, desde los gusanos a los humanos, compartimos la misma organización elemental, la misma geometría, una armonía exacta y diminuta.Qué necios los integristas religiosos que rechazan la ciencia. Porque el conocimiento no conduce a Dios (o a esos absurdos y barbudos dioses de opereta), pero desde luego aumenta la maravilla: cuanto más se descubre, más asombroso parece todo ello. Los humanos solemos vivir atocinados y enterrados en nuestra propia mediocridad, sin conciencia de lo portentoso que es existir, y sólo en contadas ocasiones atisbamos la negrura centelleante que nos rodea. Hace 1.900 años, el filósofo estoico Epícteto decía: "Dios es grande porque nos ha dado las manos y el poder de tragar y digerir; de crecer mientras estamos inconscientes y de respirar mientras dormimos". El solo hecho de estar leyendo y entendiendo esta columna es un prodigio bárbaro. Y toda esa fenomenal capacidad está en los genes. Así somos, nos dicen ahora los científicos: un milagro mensurable y efímero.

Como efímera fue la grandeza de Epícteto; había nacido esclavo, fue un hombre enfermo y débil, Nerón le expulsó de Roma. Tuvo una vida dura, y pese a ello intentó comprender, y se admiró de tener diez deditos en las manos y otros diez en los pies. Como todos, procuró ser feliz, o al menos no ser demasiado desgraciado, y estudió con ahínco durante toda su vida. Luego murió, como siempre morimos, y ese conocimiento duramente adquirido se deshizo en la nada. En esa oscuridad chisporroteante en donde flotan, bailarinas geométricas, las enroscadas cintas del ADN.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_