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Conflicto y orden

IMANOL ZUBERO

Vivimos obsesionados por el orden. Tanto que no somos conscientes de la capacidad creadora del desorden. Resulta paradójico que una civilización que ha hecho del cambio y la innovación su enseña sea, al mismo tiempo, ferviente adoradora del orden. Pero la paradoja no es tal; en el fondo, no hay contradicción entre ambos énfasis. Nuestras sociedades han perfeccionado hasta extremos insospechados esa estrategia de supervivencia magistralmente descrita por Lampedusa en su novela El Gatopardo. La narración transcurre en Italia, en un momento de guerra y tensión con motivo del recién iniciado proceso de unificación del país liderado por Garibaldi y sus "camisas rojas" enfrentados al reinado de los Borbones. El príncipe siciliano Fabrizio de Salina discute con su sobrino Tancredi, que le anuncia su intención de unirse a los rebeldes de Garibaldi, en estos términos: "Estás loco, hijo mío. ¡Ir a mezclarse con esa gente! Son todos unos hampones y unos tramposos. Un Falconeri debe estar a nuestro lado, por el rey". A lo que el muchacho le responde: "Si allí no estamos también nosotros, esos te endilgan la república. Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?". Y el príncipe lo comprendió, vaya si lo comprendió. Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. De alguna manera, nuestras sociedades han aprendido a instalarse cómodamente en el cambio social, asumiendo las expectativas de cambios profundos y sus consecuencias de diferenciación con la confianza en la capacidad de gestionar adecuadamente tales cambios sin perder en integración. Periódicamente, los analistas norteamericanos nos sorprenden con el anuncio de revolucionarias transformaciones tecnológicas, políticas y culturales, pero que ya no revolucionan nada. Transformaciones que, ciertamente, modifican la epidermis de las sociedades industriales avanzadas, pero no como desgarramiento o metamorfosis, sino como el cómodo y natural cambio de camisa al que se someten periódicamente las serpientes... para seguir siendo serpientes.

Nuestra concepción del orden es profundamente conservadora. Nuestro orden es sinónimo de equilibrio, de estabilidad y, por encima de todo, de permanencia. De ahí el pavor que sentimos hacia todo aquello que amenace esa estabilidad. De ahí la frecuencia con la que escuchamos a los dirigentes políticos o económicos rechazar la existencia de conflictos en las organizaciones sociales o, en general, en las sociedades. Se trata tanto de un discurso ideológico que trata de encubrir la realidad (intrínsecamente conflictiva) como de una plegaria laica que busca mantener a las organizaciones y a las sociedades libres de todo conflicto, considerado como corruptor de la armonía social. Acaso tengamos que leer de nuevo el relato sagrado de nuestra historia ayudados con los ojos de la nueva física posnewtoniana: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas". La tierra creada por Dios era, al principio, caos. La creación no da comienzo con el orden, sino con el caos. El caos precede al orden. El orden procede del caos. Más aún, habría que decir que el caos precede al orden siempre; no es algo que simplemente ocurrió "en el principio", no se sabe muy bien por qué caprichoso designio divino. No hay orden sin caos. No puede concebirse una organización sin la existencia de antagonismos. Es cierto que el antagonismo puede ser organizativo (creador) o antiorganizativo (destructor), pero esto no depende tanto del conflicto en sí, de su objetividad, cuanto de la perspectiva que sobre el mismo desarrollen las personas o colectivos implicados.

Y dicho esto, yo me pregunto: ¿por qué le parecen menos repugnantes a José María Aznar las posiciones políticas de Vladimir Putin o de Jiang Zemin que las de Juan José Ibarretxe?

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