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Tribuna:BILBAO 700 AÑOS
Tribuna
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La fiebre del aniversario

La verdad es que la historia de Bilbao está llena de espléndidas coincidencias, propias de una campaña de marketing minuciosamente diseñada. La fundación en un año redondo como 1300 es de una premeditación, de una calculada estrategia, propias del siglo XX: ni siquiera queriendo podrán los escolares olvidar una fecha semejante. Por otra parte, los 700 años de la villa son el desenlace de una excelente película de intriga, una película cuyo argumento se ha desarrollado, con altibajos, durante las dos últimas décadas.Atiendan: una ciudad de acero, ferruginosa, una ciudad torturada por la industria pesada y los residuos insalubres, una de tantas ciudades cuya prosperidad se iba construyendo a medida que el puerto interior se convertía en una cloaca. Al menos había dinero, a cambio de tanta mugre. Pero, de pronto, sobreviene la crisis del petróleo, animada por una difícil transición política. Por último, el terrorismo, los permanentes conflictos de carácter social y sindical. La guinda del pastel la aportaron las instituciones autonómicas, recién constituidas, para las que la mayor metrópoli del territorio, que concentraba en su entorno a casi el 50% de la población total, no era en modo alguno una prioridad dentro de sus planes de gestión.

No era extraño que, en esas condiciones, las gentes con buen ánimo y mejor bolsillo decidieran huir de la villa, salir por peteneras, emplazar sus chalets o sus pisos residenciales en lejanos municipios, cuanto más lejos mejor. El nudo del largometraje se resumía en lo siguiente: a finales de los años 80, nadie daba un duro por esta ciudad, esta ciudad a la que todo el país (pongan aquí el país que quieran) debía muchas cosas.

El drama adquiría connotaciones personales con tantos y tan brillantes licenciados que hacían el hatillo y emigraban a Madrid (con sus diplomas, con sus idiomas, con sus cursos de informática, con todo su valor añadido) porque la ciudad donde habían nacido era incapaz de encontrar para ellos un lugar. El drama adquiría para otros un carácter romántico, quijotesco: los que nunca dejamos de creer en ella, a pesar de lo mal que pagaba a sus hijos. Por supuesto, no era siempre una huida demográfica, pero sí una resuelta convicción: se extendía la certidumbre de que, en el fondo, los que se quedaban en Bilbao, en esa ciudad maldita, lo hacían porque simplemente no podían escapar. A los pocos que aún profesábamos otra fe se nos caía la cara de vergüenza.

La película, sin embargo, guardaba una sorpresa final. Las instituciones, tocadas de pronto por la revelación divina, levantan un museo, así a lo tonto, sin saberse acaso instrumento de Dios, en medio del escepticismo general y de no pocos desprecios; y de pronto nos hacemos acreedores al edificio emblemático que dará cierre a la historia de la arquitectura del siglo XX. De repente todo cambia; de repente, la población, como drogada. El paseo matutino revela nuevas calles peatonales, las instituciones acumulan proyectos y maquetas sobre la moribunda ciudad industrial. En Vitoria, en Donostia, también en la sumaria y difusa Vasconia rural, nadie da crédito a sus ojos: hay algo en Bilbao que se resiste a morir y que incluso, con insolencia, se levanta. La campaña de marketing parece obra de una eficaz asesoría de imagen: en Bilbao, los cambios de siglo siempre han sido decisivos. Si el Bilbao más digno era fruto de finales del siglo XIX, ahora, en las postrimerías del siglo XX, asistimos a un nuevo y vigoroso golpe de timón. El viejo buque industrial sorprende de nuevo a los bonitos veleros que navegan, insolentes, a su lado.

Los lectores no bilbaínos que hayan tenido el arrojo de llegar hasta este punto tendrán ahora su merecida recompensa: en efecto, en opinión del que escribe, en Bilbao estamos narcotizados. Tras dos o tres décadas de humillación general es posible que recobremos la gallardía, el ánimo soberbio, la implacable fanfarronada. Ese es uno de los peligros que pueden percibirse bajo la sensación de euforia general. Los bilbaínos estamos a punto de recobrar las maneras autosuficientes de nuestros acaudalados padres y volver a practicar una indiscriminada insolencia con el resto de los habitantes del paisito.

Habrá que esperar una cierta cordura, porque al menos la historia nos ha enseñado lo fácil que resulta caer de nuevo en el arroyo, lo traicionera que es la petulancia, lo peligroso que se vuelve ser norteamericanos de adopción (por mucho que en los mejores años sólo se utilizaran pesetas y no dólares de millonarios tejanos). Habrá que esperar que, al menos, no vuelva lo peor de nosotros mismos, de lo que tan fiel recuerdo se atesora en provincias aledañas.

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Lo que sí ha perdido Bilbao, y de forma ya irrecuperable, es su íntima sentimentalidad. Bilbao era una ciudad sin monumentos de importancia, una ciudad que nos ponía en francos aprietos a la hora de idear una postal. Eso tenía sus ventajas: cada persona guardaba en su interior un Bilbao íntimo y secreto, un Bilbao lleno de referencias personales y ajeno a convenciones folclóricas o históricas. Eso sí que ha terminado, y quizás es el único efecto negativo que puede atribuirse al museo de titanio, a esa especie de increíble edificio en movimiento: ahora, al Bilbao íntimo de cada uno se le superpone la postal, la imaginería de ciudad bien construida, el aparato turístico, el viaje organizado y la imposición monumental. A partir de ahora habrá que convivir con esa versión políticamente correcta (estéticamente correcta) de la ciudad donde uno vive.

Es lo malo de los planes de marketing minuciosamente diseñados: que siempre tienen su punto de impostura, incluso cuando se saldan con un éxito completo.

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