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Viaje al interior de Sing Sing

En la legendaria Sing Sing, el más temido penal de máxima seguridad de Estados Unidos y testigo de más 600 ejecuciones, se vive una guerra no declarada entre los 700 "empleados de seguridad" y los 2.400 internos, casi setecientos de ellos recluidos por asesinato u homicidio. Es una cárcel antigua, destartalada, comida por ratas, cucarachas y arañas venenosas, sin calefacción perceptible. Drogas y armas entran en el penal, y sólo hay programas de formación para 300 o 400 reclusos. La tensión entre carceleros y encarcelados estalla una y otra vez con insultos, insubordinaciones y enfrentamientos. Los internos se masturban e intentan salpicar a las funcionarias. Otros procuran alcanzar con su orina a los custodios. En el pabellón de castigo, llamado The Box, los reclusos arrojan el contenido de sus orinales a los funcionarios. "El entorno de The Box produce increíbles actos de locura y barbarie (...), un recluso lanzaba a los funcionarios un chorro de orina y heces... desde su boca". Es el testimonio de Ted Conover, un periodista de investigación especializado en vivir otras vidas, que se convirtió en funcionario de prisiones durante un año para poder contar Sing Sing por dentro. Su relato de ese viaje a la abyección acaba de aparecer en las librerías estadounidenses con el título de Newjack: Guarding Sing Sing.En ese penal sólo se entra como carcelero o como recluso. La Administración de prisiones negó al periodista permiso para ver y vivir Sing Sing siguiendo la vida de un funcionario y Conover optó por ser uno de ellos, para lo que cursó una solicitud de empleo. Casi todos los que son admitidos con él en la Academia tienen trabajo, pero buscan un sueldo fijo, un seguro médico y una pensión. La Academia es una antesala del infierno. "Los funcionarios eran como tiburones que buscan sangre. La primera lección de la Academia era no significarse".

Durante unos meses el aspirante vive un proceso acelerado de deshumanización, preparatorio para la inmersión en el mundo real de la prisión, donde los funcionarios no dan abasto, todo el día rodeados de reclusos y temiendo por sus vidas. "Incluso en las prisiones más controladas dominamos con el consentimiento de los reclusos", reconoce un instructor. "Cada día hay varias ocasiones en que si los reclusos estuvieran organizados tomarían la mayoría de las cárceles". Los nueve meses pasados en Sing Sing resultaron para un funcionario que logró el traslado al cabo de ese tiempo los peores de su vida, incluido el servicio en Vietnam. "La rehabilitación no es nuestro trabajo", dice otro. "La verdad es que somos almaceneros de seres humanos".

Sing Sing -a 50 kilómetros de Nueva York, y que toma su nombre de los indios Sint Sinck, que en su día ocuparon aquel territorio, hoy lujoso condado de Westchester, donde los Clinton se han comprado una casa- no está hecha para las normas de conducta aprendidas en la Academia, que dentro son papel mojado, para sorpresa del asustado newjack, mote que reciben los funcionarios novatos.

Casi dos millones de estadounidenses llenan a reventar las cárceles de Estados Unidos: uno de cada 140 estadounidenses está entre rejas. Sólo en el Estado de Nueva York, 71 prisiones de todo tipo acogen a 70.000 reclusos -algo más de la mitad, negros; la tercera parte, hispanos- y ninguna tan atroz como Sing Sing, un universo de degradación vedado hasta ahora a los ojos de la humanidad.

Conover ya había ensayado este método de investigación periodística antes. Vivió entre los mexicanos que cruzan ilegalmente la frontera y lo contó en Coyotes; siguió a los vagabundos que se mueven subrepticiamente en los trenes y lo dejó escrito en Rolling Nowhere, y se introdujo en el mundo del lujo de Aspen, visto con los ojos de un taxista y de quien goza de una mansión, para relatarlo en Whiteout. En esas ocasiones vivió durante largas temporadas fuera de casa, pero nunca se desprendió de su personalidad ni de su oficio. Al escribir ahora Newjack: Guarding Sing Sing, el carcelero Conover pudo dormir cada noche en su cama pero a cambio de chapotear en la degradación.

Y la humillación infligida y padecida se cobra su precio. En una operación de cacheo de los reclusos de The Box en busca de cristales que pueden ser convertidos en armas, el frío Conover abandona sus escrúpulos. "Iba a haber acción y repentinamente me sentí satisfecho de que se me hubiera incluido . A pesar de mis mejores instintos, había soportado tanta indisciplina y falta de respeto por parte de los internos que me sentí con nuevas fuerzas ante la idea de que hasta aquí habíamos llegado". El triunfal despliegue de violencia le deja un regusto amargo. "Dado que se sabía lo que iba a pasar, ¿quién había ganado? ¿Qué le pasa a un hombre cuyo trabajo es quebrar el espíritu de otros hombres?".

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"La cárcel vuelve loca a la gente", escribe Conover, que entraba a las 6.45 y ocho horas después volvía a casa a escribir durante una hora en el ordenador las notas del día. Necesita dos horas para reajustarse a la vida de un hombre normal, con mujer, Margot, y dos hijos pequeños. Pero a duras penas lo consigue. Por las noches se despierta con pesadillas de Sing Sing, y la aplastante atmósfera del trabajo tensa las relaciones con su mujer. Su trabajo era secreto. En la cárcel nadie sabía que era periodista, y a muy pocos amigos les contó lo que investigaba. Con Margot no hablaba del trabajo "para no manchar el mantel con las cosas que había visto durante la jornada".

"Nuestra respuesta a la delincuencia sigue siendo un instrumento romo y caro que más parece marcar al delincuente que reformarlo", escribe con respecto al sistema. Y sobre la suciedad psicológica que produce el trabajo, Conover ha dicho al The New York Times: "No se va con una ducha. Haces cosas que no son lo mejor de ti mismo y te sientes sucio. Es un estigma. Es algo tan vergonzoso que se hace a escondidas y tú lo interiorizas".

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