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Tribuna
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Granada

La calle Alhamar de Granada era una versión andaluza de esa típica geografía urbana londinense compuesta por casas bajas con personalidad, jardín, balcones inquietantes y recuerdos. Al pasear por ella uno tenía la sensación de invadir un mundo particular, un barrio de la ciudad con características propias, en el que los meses y las estaciones pasaban con sus reglas de juego, apoyándose en los matices del cielo abierto y de las tejas sólidas, de las palmeras con nidos y de las hiedras en los pequeños muros y en los hierros de las verjas. Era una sensación extraña, concreta, como si una burguesía civilizada hubiera construido en el primer tercio del siglo XX, antes del estoque de la Guerra, un costado de su propia ciudad, un tiempo hecho ventanas, cristales, ladrillos, aristas, aceras, ritmo de paseo y modo de saludo. Quizá el aire amable de la calle no se debía sólo a sus méritos, sino también a las odiosas comparaciones, pues la burguesía granadina nunca tuvo por costumbre ser demasiado civilizada y porque el urbanismo del último siglo ha compuesto una ciudad turbia, mediocre, con edificios sórdidos, alejada de cualquier carácter, de cualquier espíritu, como si no hubiese una vida ciudadana con la necesidad de convertirse en arquitectura específica. Conformándose con no destrozar del todo el Albaicín, con no derribar la Alhambra, la ciudad ha crecido contra sí misma, no sólo por el deterioro del pasado, sino por levantar un presente de malos cimientos y de fachada menor, gris, arrabalera.Esta semana se ha destruido el último palacete de la calle Alhamar. Con un expediente tramitado de forma alarmantemente eficaz por el gobierno tres veces partido de la ciudad (PSOE, IU y PA), las máquinas recibieron el apoyo legal del municipio para acabar definitivamente con una parte de la historia de Granada. La última pieza del puzzle de este recuerdo será sustituida por otro bloque de pisos, muy presumiblemente tan feo y desangelado como los que se fueron levantando encima de los demás palacetes de la calle. Hay quien justifica este desmán callejero por un lamentable olvido del plan de urbanismo vigente, que dejó sin protección al edificio de la calle Alhamar. Pero el problema es mayor, la realidad más grave, porque se trata del espíritu de la propia ciudad, acostumbrada a devorarse a sí misma, a inutilizarse con un masoquismo asolador e implacable. Con plan o sin plan, con el anterior gobierno del PP o con el tres veces partido gobierno actual, con los tuyos, los míos, los vuestros o los nuestros, esta ciudad se ha perdido el respeto y desprecia tanto lo que tenía como lo que puede llegar a tener, acercándose cada vez más a una neutralidad provinciana, seca, con un paisaje urbano parecido al color de la pizza congelada y unas estatuas ridículas, unos burros aguadores y unos Frayleopoldos muy semejantes, aunque en diseño cateto, a las figuritas que regala McDonald's a los niños por comprar un Happy Meal.

No escribo un artículo nostálgico, porque estoy acostumbrado a que se deshaga la ciudad que me hizo a mí. Me conmueve más bien una preocupación por el futuro, ya que es la falta de una nueva y verdadera necesidad arquitectónica la que provoca esta invasión humillante y destructora del pasado.

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