_
_
_
_
_
Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Estáticos SERGI PÀMIES

De todos los objetos que he tenido en mi vida el más inútil es, sin duda, la bicicleta estática. Todo empezó hace dos años. Víctima de un exceso de peso, de tiempo y de dinero, pasé por delante de la tienda Decathlon y cometí la imprudencia de entrar. Qué maravilla, pensé. Hermosas raquetas de tenis, pelotas de distintas razas y condición y otros derivados de una de las actividades más populares del planeta: el deporte. Acomplejado por mi volumen abdominal, deambulé por la gran superficie buscando algun ejercicio a la medida de mi espíritu y de mi cuerpo serrano que me rehabilitara, si no físicamente, por lo menos moralmente. Lo confieso: me costaba imaginarme corriendo de madrugada por la calle, esquivando perros asesinos y camiones de la basura. Más aún levantando pesas, como ese escéptico personaje que, mientra se fuma un porro y sueña con la amiga menor de edad de su hija, interpreta Kevin Spacey en American beauty. Hasta que, de repente, las vi. Allí, hermosas e inmóviles como caballos de estatua ecuestre sin jinete, se exponían varias bicicletas estáticas. Modernísimos artefactos metálicos diseñados por mentes que piensan en todo. Me hice la peor pregunta que un humano puede hacerse en esta vida: ¿porqué no? Y pagué religiosamente el importe de mi nueva montura (aviso: en la actualidad los precios de estos potros de tortura oscilan entre las 29.995 pesetas del modelo más simple hasta las 99.000 del más completo, que incluye, además de un diseño ergométrico con frenada magnética, un cardiofrecuencímetro conectado -te cagas- a un cinturón).A la mañana siguiente, me trajeron la bicicleta a casa. Pesaba como un muerto y conseguí situarla en un rincón privilegiado de mi despacho. Enseguida decidí estrenarla y recorrí, durante cuatro minutos exactos, tres kilómetros que me dejaron hecho polvo. Según el cruel contador con el que sus fabricantes dotan a este invento, había quemado 32 calorías de los cuatro millones que me sobraban. Fue un duro golpe. El corazón me salía por la boca. Noté que, de un momento a otro, me iba a morir. Me acosté pensando en las sabias palabras de Arturo Hotz, que en su libro Apprentissage psychomoteur (Editions Vigot, 1985) habla de "l'obscure sensation musculaire", y en las de Giovanni Cianti, que en su Manual tutor del fitness (Editorial Tutor, 1998) deja claro que "en el gimnasio, las bicicletas estáticas se han convertido ya en auténticos cicloergómetros, que además de dosificar la resistencia, monitorizan las pulsaciones cardiacas". Estaba claro: no podía darme por vencido.

Así que reincidí. De entrada, con 20 (!) minutos seguidos de ejercicio. Cual Marino Lejarreta, sorteé a escapados, superé pelotones y me convertí en gusano multicolor de una estática vuelta a mi propia miseria. ¿Qué tenía en común con los ciclistas de verdad? La cara de sufrimiento, el deseo de llegar a alguna parte en esta vida; en resumen: demasiado tiempo libre.

Nadie me lanzó un cubo de agua. Nadie intentó tirarme de la bici disfrazado de demonio. Pedaleé con dureza y, al terminar, me juré a mí mismo que no volvería a hacerlo. Al cabo de unos días, leí en la revista Lecturas un sintomático reportaje sobre Pilar Rahola. Enseñaba su casa y en una de lasfotografías aparecía junto a una bicicleta estática idéntica a la mía. "Horror", pensé, y no le confesé a nadie mi oculto secreto. A partir de aquel día, no volví a subir a la bici (¿por qué las llaman bicicletas si sólo tienen una rueda?). La miro de reojo y, a veces, utilizo el manillar como colgador y el sillín como mesilla para dejar cosas. No resulta demasiado útil y ocupa mucho sitio. He pensado en quitármela de encima, pero el día que intenté sacarla del despacho, descubrí que pesa como un muerto y que me rompería la crisma en el intento de sacarla a la calle y abandonarla -saltándome las normas del civismo y alguna que otra reglamentación municipal- junto al contenedor. Tendré que resignarme a su presencia aunque, últimamente, me transmite mensajes de hondo calado filosófico. Y cuando me asalta la duda existencial, me consuela pensar que el hombre es capaz de inventar, como perfecta metáfora de su desconcierto, una bicicleta que tiene, como única virtud, la de no moverse.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_