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Elogio de San Valentín ANTONI PUIGVERD

En un principio lo adoraba El Corte Inglés en solitario. Ahora ya todos los comercios, reconvirtiendo el mostrador en altar, le dedican apasionadas plegarias que se elevan sobre los consumidores como globos en forma de corazones fucsia. San Valentín ha salido en la tele este febrero casi tanto como saldrá papá el próximo marzo. A pesar de que sus reliquias fueron depositadas en el monasterio de Sant Benet de Bages en el siglo X y de que su culto fue muy popular hasta el siglo XVIII en las comarcas centrales de Cataluña, san Valentín ha tenido entre nosotros fama de santo mercantilista, capaz de prostituir el amor para favorecer una buena campaña comercial. Le disfrazan de presentadora de telecupón, le obligan a discursear sobre el amor como si el mundo entero estuviera pasando la adolescencia y, sin embargo, el éxito de sus últimas campañas es indiscutible. En ellas queda patente su notable potencia milagrera. No puede negarse: vender en febrero es un milagro tan catalán como convertir piedras en panes. La operación mercantil de San Valentín se produce en la cuesta más dura del año, cuando los datos de la inflación saltan hacia arriba y cuando ha sido completamente exprimida la naranja de las rebajas, a las que ya se llegó con la tarjeta de crédito exhausta después de los colosales dispendios navideños. A finales de enero, cuando el consumidor, aparentemente derrotado, deja de escudriñar escaparates, aparece San Valentín y consigue que febrero sea comercialmente potable.Este esforzado propagandismo comercial no impide que sus detractores le consideren, por razones patrióticas, un intruso. En este país, Sant Jordi tiene competencias exclusivas en amor, cultura y patriotismo. Los más forofos del lugar vigilan severamente el intrusismo de las multinacionales de la simbología. De la misma manera que en otras naciones ibéricas algunos influyentes puritanos abominan de la excesiva presencia del rock inglés porque silencia la música española, de la misma manera que algunos notables estómagos franceses sufren dolorosas gastritis cada vez que tienen que digerir la palabra Hollywood, de la misma manera los más severos patriotas catalanes, generalmente indiferentes a su cine, a su música y a su literatura, se exaltan cuando Papá Noel usurpa a los Magos de Oriente el protagonismo que en la monarquía local de la ingenuidad les corresponde y reclaman para el catalanísimo Sant Jordi la finca sentimental que San Valentín, con los peores modos financieros, pretende haber alquilado.

Puede que, en efecto, allí, en la corte celestial, mañana, día 14 de febrero, ande Sant Jordi enfurruñado. Pero, si no está completamente cegado por los celos, incluso él reconocerá, al menos en su fuero interno, que el mensaje lírico que San Valentín nos transmite desde antiguo tiene bastante más calado sentimental que el suyo. San Valentín no es sólo un discreto mártir romano del siglo II. Mucho antes de que el cristianismo reconvirtiera símbolos y creencias paganas, en los tiempos remotos de los celtas, ya llegaba San Valentín cada año por estas fechas. Se identificaba con un nombre más antiguo, hoy perdido, pero llegaba y sigue llegando para celebrar que la luz del día empieza a doblegar los barrotes de la oscura cárcel del invierno. Si no lo han comprobado, alcen esta tarde los ojos hacia el cielo y contemplen como se alarga la luz diurna. Ya no caen precipitadamente las cortinas de la sombra, ya no se impone, de golpe, a media tarde, la depresión nocturna. El día se alarga y la luz se diluye como el whisky en vaso largo y lento. Gracias al hielo del crepúsculo, el whisky del día se destiñe apaciblemente antes de perderse en la boca de la noche.

San Valentín llega con las bandadas de pájaros que regresan de las cálidas tierras africanas. Le acompañan el oro de las mimosas, las banderitas que iluminan los almendros, los bulbos combatiendo bajo tierra a favor de los primeros verdes. El paisaje abstracto y silencioso del invierno empieza a mudar. Entre los aburridos marrones, aparecen las primeras manchas de color. Una mujer escribió que la mimosa es "un sol de verano en el corazón del invierno" y T. S. Eliot le recordó la crueldad del que cría flores en "la tierra muerta". De este verano en el corazón del invierno y de la dulce crueldad que arrastra nos habla San Valentín. Del calor que se alimenta del frío, de las ramas que reverdecen en "esta pétrea basura". Durante el invierno, la tierra duerme hechizada, como la muchacha del cuento, y ahora empieza a despertar porque un príncipe celta, Valentín, le está besando las mejillas. Abre los ojos la muchacha y observa como la belleza se alimenta de fealdad.

Antiguamente, en el ordenado tiempo de los clásicos, la primavera era la infancia y la adolescencia de la vida; la fuerza pura y excitada, la sangre bombeando el pene de la tierra. El verano era el mediodía del tiempo, la quietud de una piel tostándose en la playa, la satisfacción redonda del café después del postre, la amable somnolencia poscoital. Otoño retrataba la fragilidad: la caída del cabello, la flaccidez de las certezas, las arrugas en la piel del alma. El invierno era mudo y oscuro como la muerte. Pero la percepción de las estaciones está cambiando en nuestro desordenado tiempo. No sólo por culpa del clima, que anda loco, sino por los contrastes, por la suma de contrarios que cada estación incorpora: los verdes que se cultivan en los invernáculos; el choque entre la inmigración primaveral y la Europa otoñal; el cansancio colonizando las vacaciones de verano o, a la inversa, el ocio vacacional perpetuándose a lo largo de todo el año. Por esta razón San Valentín (la luz que centellea en la sombra) aparece ante nosotros como algo más que un reclamo comercial. Es el mejor intérprete de un tiempo que mezcla placer y horror, oscuridad y resplandor, belleza y fealdad. Al anunciar la luz que fertilizará en los escombros, San Valentín se convierte en nuestro mejor traductor.

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