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Cada cual en su sitio

El que después de una larga pausa ETA haya vuelto a matar no modifica sustancialmente la nueva situación que inauguró el asesinato del concejal Blanco. Soy consciente de que un juicio semejante conlleva un alto riesgo de equivocarse, pero ofrece por lo menos la ventaja de que, al tratar de argumentarlo, pone en un primer plano la forma en que se imbrican dos conflictos que conviene mantener nítidamente separados; confundirlos supone encauzar la salida por un determinado conducto, con resultados muy diferentes de los que se obtendrían de permanecer diferenciados.Hay un primer conflicto básico, que arrastramos desde hace más de 30 años, consistente en que una minoría recurre a la "lucha armada", es decir, al terrorismo, como medio para conseguir una Euskal Herria independiente. Importa subrayar que la "lucha armada", como instrumento principal para resolver la cuestión nacional, se plantea durante la dictadura. Como dentro del anterior régimen no cabía una solución pacífica, es decir, democrática, de cualquier tipo de conflicto, social o nacional, unos pocos optaron por la "lucha armada" como única vía para lograr, bien una sociedad socialista, los GRAPO, bien una nación independiente, edificada desde el socialismo, ETA. En los sesenta y setenta ambas cuestiones estaban fuertemente vinculadas, de modo que la solución de la cuestión social, que en todo caso habría de llevar consigo la superación del capitalismo, dejaría resuelta la cuestión nacional, y a la inversa, la independencia posibilitaría la construcción de una nueva sociedad socialista. En aquellos años, y no sólo entre la extrema izquierda, era un dogma ampliamente compartido que estaría justificado responder a la violencia del Estado con la violencia emancipatoria de los movimientos, sociales o nacionales, de liberación.

Hoy, en cambio, con la excepción de algunos partidos nacionalistas que se quieren de izquierda, pero que no han caído en la tentación de recurrir a la violencia, como el Bloque Galego, se mantiene claramente separada la cuestión nacional de la social. Más aún, esta última se ha visto desplazada a una posición casi marginal a la vez que la primera, aunque muestre todavía una cierta capacidad de movilización, da señales inequívocas de que se encuentra en rápido deterioro. Donde mejor se conservan los nacionalismos es allí donde han invadido el campo de la derecha. Los que hemos vivido los sesenta y setenta con alguna intensidad no podemos dar crédito a nuestros ojos ante una Europa en la que apenas se cuestiona el capitalismo y en la que se han abandonado las viejas banderas que dominaron los setenta del socialismo, el pacifismo y, cómo no, también del nacionalismo.

Un factor esencial para comprender la nueva situación en que se encuentra el País Vasco nos remite fuera de sus fronteras, precisamente a esta reconversión radical del contexto ideológico. Han desaparecido la RAF en Alemania y la Brigadas Rojas en Italia, sin dejar otro rastro que las confesiones trágicas de algunos de los que creyeron en la vía rápida de las armas. El conflicto irlandés, que tanta influencia ha tenido sobre el independentismo vasco, ha encontrado una vía de solución, asumiendo un acuerdo muy alejado de la exigencia maximalista de reunificar toda la isla. El compromiso aceptado supone una autonomía dentro del Reino Unido muy inferior a la que ya goza el País Vasco. Junto con la Unión Soviética se ha derrumbado el socialismo, entendido como una opción distinta del capitalismo, y nadie en Europa preconiza -mañana, Dios dirá- una sociedad que recuse la propiedad privada de los bienes de producción.

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El ciudadano europeo, en cambio, es hoy mucho más consciente de sus derechos, y ha pasado a un primer plano la defensa de los derechos humanos, lo que le lleva a rechazar cualquier política que los conculque. El primer derecho, fundamento de todos los demás, es el derecho a la vida, y ninguna ideología o reivindicación política justifica matar; incluso a los Estados establecidos se les ha despojado de este derecho, al suprimir la pena de muerte o encontrarse en vías de liquidación. Y, además, los derechos humanos lo son de todos, de modo que en el siglo de las grandes migraciones que está a punto de empezar, cada vez importará menos el origen étnico y más las cartas magnas que garanticen los derechos fundamentales. El patriotismo nacional está cediendo el paso a un llamado patriotismo constitucional. Ciertamente, no corren buenos tiempos para el socialismo, mal que nos pese a unos, ni para el nacionalismo, por mucho que les pese a otros, pero sobre todo el ambiente es claramente hostil para aquellos que los quieran implantar acudiendo a la violencia.

Todo esto quedó de manifiesto, con claridad meridiana, después del asesinato del concejal Blanco, y constituye la esencia de lo que hemos dado en llamar el "espíritu de Ermua". Y aunque algunos hayan querido manipularlo en beneficio propio, el hecho contundente es que ha supuesto un salto cualitativo a una nueva conciencia, en la que alcanzar un nuevo orden social o un nuevo Estado ha dejado de ser esperanza de liberación, y más bien se percibe como una amenaza directa a la libertad de cada uno, tal como viene garantizada en un orden constitucional que protege los derechos básicos de los ciudadanos. Se extiende de pronto la sospecha de que el socialismo estatalista y el nacionalismo que pretende construir un nuevo Estado, en este sentido no menos estatalista, pudieran llevar en su entraña el fin de las libertades y del bienestar que hoy disfrutamos. Que el País Vasco en este año y pico haya crecido económicamente y sobre todo que haya respirado con mayor libertad, ha apuntalado sin duda la nueva conciencia constitucionalista de una buena parte de la población.

El PNV, presidido por una de las cabezas mejor puestas de que dispone la política española, tomó buena cuenta de esta nueva situación, a más tardar cuando a regañadientes tuvo que participar en las manifestaciones que desencadenó el asesinato de Blanco. Arzalluz sabe perfectamente que, de prevalecer los aires de libertad que ha traído la nueva situación, el nacionalismo vasco podría hasta perder el Gobierno de la comunidad. Desde el contexto ideológico anterior, ETA tal vez habría sido útil al establecimiento y consolidación de un Estatuto, siempre ampliable, y hasta ahora bastante operativo para los intereses inmediatos del PNV, pero en el nuevo contexto los crímenes de ETA sólo fortalecen el espíritu de libertad individual que ignora la cuestión de los orígenes y pone énfasis en un bienestar compartido. Para el PNV, el Estatuto deja, obviamente, de servir si el Gobierno cayera en manos no nacionalistas. De estas premisas, cada vez más extendidas, se desprende, por otro lado, que desde las instituciones del Estado no cabe negociar con ETA otra cosa que la entrega de las armas.

Pero, ¿cómo puede dejar de matar un grupo organizado con medios abundantes si durante tantos años la única justificación de tantos crímenes ha sido la idea de que sólo por este camino se po-Pasa a la página siguiente

dría conseguir la independencia de Euskal Herria? Negociar, para ETA, no puede significar más que abandonar las armas a cambio de soberanía. De ahí que con el primer conflicto -en España, una minoría mata para imponer sus objetivos- se vincule un segundo de orden distinto: si no hay paz, es decir, si ETA mata, es porque existe en el fondo un conflicto político no resuelto.

La cuestión vasca, lejos de ser compleja y de difícil comprensión, se muestra de una sencillez pasmosa; consiste, simplemente, en el choque de dos posiciones incompatibles entre sí: para los unos, que cada vez son más, no hay justificación alguna para matar, el derecho a la vida es un derecho fundamental que no admite matizaciones y, por tanto, no se puede poner condiciones para dejar de matar. Para los otros, los llamados nacionalistas, en toda su variada gama de tonalidades, el que ETA mate revela un conflicto político de fondo, y no cabe aspirar a la paz sin que de algún modo se haya encarrilado una solución política. Los que mezclan el tema de la paz con la solución del conflicto político que existiría en el País Vasco protestan contra ETA, porque mata, y contra el Gobierno, porque no ofrece soluciones políticas al conflicto de fondo.

La debilidad manifiesta de este planteamiento es que da por válida la vigencia de un dogma ya superado en la conciencia de la gente, a saber, que la conquista de la soberanía política justificaría el matar, como en el pasado el terrorismo anarquista disculpaba la violencia que acabaría con la explotación, o la del maqui para combatir a un ejército extranjero, o la acción guerrillera para desmontar un régimen social inicuo. Se ha producido un cambio radical en la consideración de la violencia y hoy en ningún caso se admite el matar, máxime cuando se goza de las libertades y se garantiza el respeto de los derechos humanos. Desde esta perspectiva, la paz, el dejar de matar, no puede asociarse a la resolución de ningún conflicto.

La llamada tregua, consecuencia del Pacto de Estella, constituyó una brillante operación, porque en un momento en que los éxitos policiales tenían a ETA muy extenuada, consiguió, aunque fuese de manera temporal, que dejase de matar, que es, dígase lo que se quiera, la cuestión capital a resolver. Cierto que sin el éxito de la política de Mayor Oreja ETA no habría tomado una decisión que en el fondo implica un suicidio. Porque aquí está el meollo de la cuestión, si ETA no mata, ETA no existe. Su capacidad de extorsionar, secuestrar, poner coches bomba o dar el tiro en la nuca, es la única forma que tiene para imponer su estrategia. Convencido Arzalluz de que en esta nueva situación el nacionalismo no puede convivir con los zarpazos de ETA, ha tomado una decisión tan valiente como audaz, empujar a una tregua temporal, no pudo otra cosa, que iniciara un camino, ciertamente abrupto y lleno de precipicios en que despeñarse, pero que al final prometía una salida en la que se salvara lo principal, la hegemonía nacionalista en el País Vasco. No deja de tener su fundamento el supuesto básico de Arzalluz de que desde el momento en que, al ofrecer su colaboración en el proceso de ir avanzando hacia la autodeterminación, se abriesen canales de participación, antes o después, al ir perdiendo ETA el apoyo de su entorno, cada vez más integrado en la política institucional, en un plazo no muy lejano el abandono de las armas acabaría por ser definitivo. El mensaje del PNV, al asumir de hecho buena parte de las reivindicaciones de HB, como prueba de que se comparten objetivos, es que ha pasado la hora de matar, por sus efectos contraproducentes a los objetivos buscados, que sólo podrían alcanzarse por medios pacíficos.

Si la política de Arzalluz lleva a que ETA deje de matar, habrá sido el gran artífice de la paz; si, además, esta senda condujera a la independencia de Euskal Herria -lo que me parece poco probable, pero no sabemos el juego que podrá dar un nacionalismo que dependa exclusivamente de la acción democrática-, sería el padre del nuevo Estado. En los dos casos, gana; sólo pierde si ETA continúa matando indefinidamente. Hay que aplaudir que el nacionalismo vasco intente resolver el problema principal, que ETA deje de matar, aunque tenga que dar la impresión de que se ha subido al monte, como es correcta la posición del Gobierno y de los partidos democráticos de desconectar los dos conflictos, sin negociar con ETA otra cosa que no sea una eventual entrega de las armas. Una pronta solución del conflicto depende de que cada cual aguante en su sitio.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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