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Chile de vuelta

Sólo las dictaduras y los autoritarismos parten a los países en dos fragmentos desiguales e inconciliables. Chile había logrado el arriesgado milagro de que esa división ocurriera también en democracia, porque la pesada sombra del dictador Augusto Pinochet seguía empañando la unidad de la nación. La noche del 16 de enero, cuando el derrotado candidato conservador Joaquín Lavín se presentó en el cuartel general del presidente electo Ricardo Lagos y se confundió con él en un inesperado abrazo, el fantasma de Pinochet pareció disiparse en el aire. Después de diez años de democracia tutelada, Chile puede, por fin, pensar en un futuro sin odios.A comienzos de enero hice un viaje a las aldeas de pescadores cuyos palafitos asoman, súbitos, en el vasto archipiélago de Los Chonos, al sur de la isla grande de Chiloé. En el laberinto suntuoso de islotes y volcanes, nidos de lobos marinos y ventisqueros súbitos, ya casi no queda gente. Sólo se alzan las torres de iglesias solitarias -una por cada diez habitantes- y los lanchones de los marisqueros arruinados por la marea roja. Unos doscientos kilómetros al sur de Castro, la capital de Chiloé, sobrevive la imperceptible aldea llamada Puerto Aguirre, que una década atrás era el confín próspero donde se almacenaban las interminables cosechas del archipiélago: choros, machas, calamares, erizos, centollas, cangrejos. La peste de la marea roja ha empobrecido la región y acentuado el éxodo hacia las ciudades del norte. Los pescadores de antes son ahora camioneros, mineros de las salinas o peones de restaurante. Sólo los viejos y los niños siguen en las silenciosas cabañas de palafitos, resignados a la pobreza y a la mala suerte.

El único bodegón de Puerto Aguirre lleva el previsible nombre de Puerto Aguirre y sirve como almacén de provisiones, comedor para desocupados y club social los fines de semana. Ante el único televisor de la aldea, las familias se reúnen al caer la tarde, estrictamente divididas en dos mitades: a la izquierda los socialistas de Ricardo Lagos; a la derecha los conservadores de Joaquín Lavín. Las mujeres tejen y los hombres beben en silencio mientras van sucediéndose las telenovelas, los entretenimientos musicales y los noticieros de las seis de la tarde.

En la aldea hay unas 112 personas que viven en 25 casas. Seis de esas casas -por lo menos seis- lucen en las ventanas afiches con la imagen del candidato conservador y la leyenda: "Con Lavín, viva el cambio". Otras siete han desplegado afiches de Lagos: "Crecer con igualdad". En las primeras elecciones presidenciales del 12 de diciembre, Lavín ganó en Puerto Aguirre por una diferencia de 11 votos. A comienzos de enero, el margen parecía haberse reducido a tres.

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La tarde en que llegué a Puerto Aguirre había en el bodegón un silencio de tumba. La televisora nacional se aprestaba a difundir las nuevas propagandas de los dos candidatos y la aldea entera ocupaba las sillas, el mostrador y los aperos tirados en el piso. Primero apareció el aviso de Lavín. El candidato -un hombre joven, vivaz, simpático, que va a todas partes con su esposa- declaró, orgulloso, su origen campesino y prometió ayudar a los agricultores abandonados. Lo que dominaba el mensaje era la idea de que el Gobierno de la Concertación no ha mejorado la situación de Chile y que Lavín podía hacer por el país lo que hizo por el municipio de Las Condes, del cual fue alcalde hasta que se lanzó a la campaña por la presidencia. El aviso de Lagos era más urbano: empezaba con entrevistas a científicos, técnicos y maestros profetizando que sólo el candidato de la Concertación podía conseguir que Chile creciera el 6% o 7% que necesita para consolidar su economía a fines del 2000. Luego, el propio Lagos apareció al frente de una caravana triunfal, entre banderas nacionales, y ratificó esas promesas.

A eso de las siete de la tarde, cuando el sol aún caía de pleno sobre el anillo de volcanes que dan al horizonte de Puerto Aguirre, el dueño del bodegón apagó el televisor y los parroquianos volvieron a las mismas ocupaciones interrumpidas, como si el tiempo no se hubiera movido. Las conversaciones que oí aquella tarde y las de dos días más tarde en la terminal de ómnibus de Castro, capital de Chiloé, me hicieron pensar que Lavín iba a ganar. Demasiada gente ensalzaba a Pinochet como "el salvador de la patria" y se compadecía su lujoso destino en Londres. "Doy las gracias a Dios de que mi general Pinochet haya nacido en Chile", me dijo una mujer mientras íbamos de Castro a Puerto Montt. "¿Se imagina usted lo que habría pasado en este país si nos gobernaban los comunistas? Afuera dicen que en Chile hubo una dictadura. No, señor. Lo que hubo fue prosperidad. Los militares que acabaron con Allende no robaron ni un centavo".

No todos los que hablaban así eran terratenientes o comerciantes adinerados: "momios" como se llama en Chile a los conservadores extremos. La mujer que viajaba conmigo hacia Puerto Montt era una costurera a domicilio, "una modista de personas decentes", como se definió a sí misma. Mi error de cálculo provino de imaginar que los chilenos con melancolía de Pinochet -un cuarto del país, o acaso poco más- iban a votar inevitablemente por Lavín. No fue así el 12 de diciembre, y fue aún mucho menos el 16 de enero. Lavín, que había empezado su campaña con una visita ritual al ex dictador, terminó distanciándose de él y declarando que la justicia chilena debía ser igual para todos: una ofensa mortal a los pinochetistas.

A la vez, también Lagos dejó a Pinochet fuera de su campaña. Ya se había pronunciado sobre el tema con cautela cuando hablé con él en Guadalajara, a fines de noviembre de 1998, dos meses después de que el ex dictador fuera arrestado en Londres. Tanto entonces como a fines de diciembre siguió defendiendo la tesis oficial, según la cual todos los que cometieron delitos en Chile deben ser juzgados en Chile. Parecía que los lamentos por la prisión de Pinochet pesaban más sobre la conciencia del país que las muertes y torturas de los millares de personas que se le opusieron. La mejor noticia de las elecciones del 16 de enero es el punto final que Lavín y Lagos pusieron a un largo pasado ominoso y la sana intención de "abrir los ojos al futuro sin olvidar el pasado", como dijo el candidato triunfante.

Al día siguiente de las elecciones me llamaron de El Mercurio de Chile para preguntarme qué pensaba sobre el regreso de Pinochet a Santiago. Dije que, si los partes médicos son certeros, el ex dictador es ahora un cuerpo sin espíritu, un peso muerto, y que la ausencia de ese espíritu sólo podía ser benéfica para el país. Que Pinochet esté en un lado u otro ya no tiene importancia, porque su conciencia está ahora en ninguna parte. Las naciones están hechas de memoria y en el Pinochet de estos meses no hay otra cosa que olvido. Hace tres décadas impuso la división y el rencor a sangre y fuego. El abrazo de los candidatos el 16 de enero señala su derrota. Ese castigo de la historia es, sin duda, mucho peor que el ostracismo y la cárcel.

Tomás Eloy Martínez es periodista y escritor argentino.

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