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Adiós, certeza

MARTA SANTOS

Se supone que en el año 1994 un grupo de jóvenes se adentraron en un bosque de Maryland, se perdieron, se tropezaron con no se sabe qué monstruos o monstruosidades y todo quedó registrado en su cámara de aficionados. Con tal sinopsis, dos directores norteamericanos han creado la película The Blair witch project, que es de miedo, y cuya trama es pura mentira. Eso porque vamos avisados, claro. Si los directores hubieran callado cual muertos, el filme habría pasado por documental con la misma tranquilidad con que una quijada de burro pasó una vez por el dedo meñique de un neandertal.

No soy crítico de cine y no voy a hablar de la película, sino de lo que da qué pensar. Que la realidad es una materia tan elástica como un caramelo masticable y que el que mete la cabeza en su agujero puede salir al otro lado, que es el de lo falso. Que si le diéramos a lo incierto la vuelta como se le da a un gorro, nos lo podríamos poner en la cabeza, que es justo lo que hacemos con las ideas. Después salimos con ellas a la calle y todo el mundo se destoca: así se les da legitimidad.

Hubo un escritor, no recuerdo cuál, que escribió la biografía de un pintor que nunca existió: Josep Torres Campalans. Los que la leyeron, cuentan que se la creyeron, del mismo modo en que nosotros no dejamos de creer que Franco vivió y hasta murió y todo, simplemente porque nos lo cuentan. O que Bombay existe, porque una vez Willie Fog pasó por allí; y que Willie Fog no existe porque vimos una serie de dibujos animados con él de protagonista, y quién se va a creer eso. Hay momentos en que yo misma me siento tentada a creer que Aznar no lleva pilas y es real, sólo porque sale en la televisión, que es uno de los artilugios que más legitimidad conceden a cualquier cosa hoy día, aunque sea una crema hidratante de cristales líquidos. En mi vida he visto un cristal líquido, qué quieren que les diga.

Uno de los pocos conceptos de la posmodernidad que me trago, digiero y hasta tengo interiorizado es el de que la certeza pasó a mejor vida. Los posmodernos nos han enseñado a arrugar la nariz ante expresiones como "es verdad" o "cierto" o "no hay duda ninguna", sobre todo si te las dice un agente inmobiliario. Supongo que también nos han hecho dudar de los que se suben a una tarima y exclaman "mentira, mentira", en especial si está hablando Sherezade. Enrique Lynch, que escribió La lección de Sherezade, se puso a demostrarlo en ese ensayo cuando con un par de cuentos hubiese bastado: la lección de que, muchas veces, el valor de lo mítico y ficticio es superior al de la historia enciclopédica. Los anglosajones, tan prosaicos ellos, no entienden de esto y separan "history" de "story": para un meridional, ambas son lo mismo.

De pequeños, para educarnos, nos contaban la historia de un tal Pedro, que gritaba "que viene el lobo" cuando no venía. Si yo hubiese sido la narradora, la habría relatado al revés: Pedro gritando "que no viene, hombre", a ver si por sorpresa el lobo se comía al pueblo entero. Claro que lo ideal sería ser yo misma Pedro y decir alternativamente "yo soy Pedro, yo soy el lobo"; como con los delincuentes, habría que decir "el presunto Pedro" y "el presunto lobo", y gritar: "¡viene un presunto lobo! ¡pero cuidado, no vaya a ser un presunto Pedro, o un Pedro mismo disfrazado de presunto Pedro o presunto lobo"! Después vendría un socrático y preguntaría ¿qué es un Pedro? y ¿qué es un lobo?, y ya está: una existencia entretenida. Es lo que suele pasar con la existencia cuando viene sin etiquetas.

Este milenio se termina y ha enterrado a la certeza. Ya sólo podemos asegurar que no sabemos nada y parece que ese es el legado de los nuevos filósofos. Pero todo eso ya lo dijo Sócrates, en cuclillas sobre una roca. Claro que vete a saber si eso lo dijo Sócrates, porque la única certeza que tenemos de que Sócrates existió es que Platón lo afirma. Y vete a fiarte de semejante tipejo.

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