El triunfo de Atatürk
Si el espíritu de Atatürk se halla en alguna parte, este fin de semana habrá pensado que valía la pena la revolución que lleva su nombre: la transformación del Imperio Otomano en Turquía; la refundición y refundación de un país, con la adopción del alfabeto latino, la obligatoriedad de vestirse a la occidental, la reinvención de una lengua expurgada de sus ingentes préstamos del árabe clásico, la separación de islam y Estado, y, en definitiva, la europeización por decreto de una nación oriental, musulmana y sultanista, porque el sábado en Helsinki la Unión Europea ha reconocido a Ankara la condición de candidato a la integración en el club europeo, la misma que le había negado de mala manera tan sólo hace unos meses.La decisión, sin embargo, es mucho más simbólica que práctica, al menos en cuestión de calendario, porque Turquía tardará todavía muchos años en tener un sillón en la UE, y ni siquiera puede garantizar nadie que lo consiga; pero sí es ahora un alumno que acaba de recibir el certificado de aptitud, aunque lo difícil sea encontrar colocación en el mercado de trabajo.
La UE ha rectificado, así, una chapucería increíble, puesto que con lo fácil que habría sido aceptar la candidatura de Turquía y dejarla en pura teoría, quiso, en cambio, decir casi toda la verdad, y para ello levantó una lista de requisitos: respeto de los derechos humanos, tratamiento de las minorías, solución de sus problemas territoriales con Grecia etcetera, como un muro de arrogancia cristiana para negarle el paso incluso a la espaciosa y demorada antesala del ingreso. Pero ¿qué es lo que ha cambiado para que Turquía sea esta vez candidato? Simplemente, el lenguaje de la diplomacia que frasea sin herir, cuando en la ocasión precedente la respuesta parecía todo un catón de la democracia, así como, también, un avance menor pero no por ello menos real. Grecia ya no opone su veto al futuro ingreso y se le da a Ankara hasta el 2004 para que presente ante los tribunales internacionales sus reivindicaciones sobre el Egeo, si para entonces no ha habido acuerdo con Atenas.
Ni siquiera, sin embargo, los portavoces de la UE en aquel arranque de sinceridad dijeron toda la verdad, porque sigue habiendo un obstáculo histórico-psicológico tan colosal como innombrable. Ya lo subrayó el entonces presidente de la comisión europea, el británico Roy Jenkins, a comienzo de los ochenta. "Para entrar en la Comunidad hay que ser europeo y demócrata y Turquía no es ni una cosa ni otra". Pero cuando decía europeo, todo el mundo sabía que también quería decir cristiano.
Y ese obstáculo no tiene arreglo, ni apelando a la Virgen de Fátima, que, sin duda, confiaba más en la capacidad de arrepentimiento del comunismo que del islamismo.
Todo ello no resta trascendencia al movimiento de ficha, que viene a completar el nombramiento de Turquía como gran campamento militar de Occidente en Asia Menor, que data de su ingreso en la OTAN en 1952. Entonces, la presunta amenaza soviética hacía que su valor militar compensara cualquier déficit democrático del país; hoy, la protocolización de su candidatura le agrega otro entorchado. El de potencia europea veedora del Cáucaso, allí donde Rusia está aclarando últimamente los espacios estratégicos por la parte de Chechenia.
Atatürk fundó la república turca en 1922, le dio al país un parlamento y, aunque gobernó en régimen de partido único, siempre actuó convencido de que lo que estaba instaurando era la democracia, sólo que, mientras viviera, había tanto que hacer que ni Turquía ni él podían permitirse el lujo de semejantes debilidades. Pero, tácitamente, el rumbo marcado se sabía que tenía que dar paso a algún tipo de régimen representativo.
Ésa ha sido la historia del país euroasiático desde la muerte de Atatürk, en 1938; la de un progreso, aunque a paso de tortuga y con tres recaídas en la dictadura militar, como la que impuso el propio fundador, hacia la democracia. Por eso, Mustafá Kemal podría haber pensado este fin de semana que su revolución había llegado a puerto, aunque en realidad lo que se haya hecho sea posponer el momento en que una parte de Europa, mas bien central, demuestre si está dispuesta a sentarse en el club junto a 65 millones de musulmanes, que además buscan trabajo.
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