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Pequeños ciudadanos

KOLDO UNCETA

En 1789, con la Revolución Francesa, comenzó a abrirse camino en occidente la noción de ciudadanía, una idea igualitaria acerca del uso y el disfrute de los derechos civiles, independiente del origen social de las personas. Comenzaba así la cuenta atrás para la abolición de los privilegios que en este ámbito y durante siglos habían disfrutado algunas personas en razón de su nacimiento o su posición, y se abría un horizonte de esperanza para una más efectiva distribución de las oportunidades en otros campos. No en vano, la condición de ciudadanía aparecía indisolublemente asociada a la de soberanía popular, siendo ese pueblo soberano el depositario de la voluntad mayoritaria encargada de organizar la vida social, política y económica.

La condición de ciudadanía fue con todo abriéndose camino a trompicones. La primera limitación vino determinada por el Estado-nación como ámbito para su reconocimiento, de manera que los derechos asociados a la misma sólo serían efectivos para las personas ciudadanas de un país. Esto es algo que hoy, en plena era de globalización económica, financiera y cultural, sigue determinando los derechos de las personas y marcando la creciente disfunción entre los marcos de gestión económica y aquellos en que se ejercen los derechos civiles y políticos. La ciudadanía universal, glosada por muchos como urgente necesidad para hacer efectivos los derechos de las personas, sigue hoy esperando más de dos siglos después de la Revolución Francesa.

El segundo gran obstáculo al que tuvo que hacer frente la noción de ciudadanía fue el de su aplicación sin discriminaciones no sólo entre hombres, sino también respecto a las mujeres. Desde los movimientos sufragistas a los movimientos feministas de este siglo, la historia reciente aparece jalonada de luchas y exigencias para lograr que las personas de ambos sexos tuvieran los mismos derechos, algo que, en muchas sociedades sigue pareciendo una quimera y que en otras, como la nuestra, dista mucho de hacerse efectivo más allá de la equiparación legal existente.

Y, por fin, un ámbito especialmente sensible en el que la condición de ciudadanía no ha logrado romper los obstáculos a los que se enfrenta, es el referido a la infancia. Los niños y las niñas, la juventud que no ha alcanzado aún la mayoría de edad, se encuentra, más allá de los discursos y la retórica, desprotegida a la hora de ejercer sus derechos. Al igual que la Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue estando sometida en cuanto a su aplicación a la voluntad de los Estados, la Convención sobre los Derechos del Niño, cuyo décimo aniversario hemos celebrado estos días, además de no haber sido ratificada por un buen puñado de Estados, apenas cuenta con instrumentos para poder hacerse efectiva.

En dicha declaración se dice que los niños tienen derecho a expresar su opinión libremente, y a que ésta sea tenida en cuenta. Ahora bien, la realidad es que, en casi todos los planos de la vida en los que la infancia es la protagonista principal, las decisiones son tomadas por los adultos sin tener en cuenta las opiniones de los afectados, sin promover cauces de participación y de formación ciudadana de los niños y niñas. Éstos no dan votos y, por lo tanto, sus opiniones y sensibilidades en los distintos órdenes de la vida quedan marginados hasta que, por mor de la mayoría de edad política, las mismas pueden contabilizarse en una urna, contribuyendo a dar o quitar poder.

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En este contexto llama agradablemente la atención que un nutrido grupo de alcaldes se haya reunido para debatir sobre los derechos de los niños y su participación en la vida de los municipios. Es sólo un primer paso, pero, quién sabe, tal vez a partir de ahora algunos comiencen a considerar a los niños medio ciudadanos, y así ir avanzando hacia su consideración como ciudadanos enteros, es decir como personas.

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