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Estatuas

Hay algo carnal en ciertas estatuas, de la misma manera que hay algo inhumano en ciertas personas: las miras y no te parecen sólo un montón de cobre o de mármol; observas sus caras, los dedos con que apuntan hacia el horizonte o sujetan un libro y, de pronto, te sientes estremecido, igual que si de verdad fuesen un fragmento de la mujer o el hombre a quienes representan, una parte de ellos que se hubiera quedado, de forma inexplicable, a este lado de sus muertes. Al contemplarla con detenimiento, uno siempre se nota raro ante la figura en piedra de un rey, de una diosa o de un poeta; puede sentir la tentación de acercársele, de tocar la piel verde de sus manos o, como hace Carlos Barral en un poema de Jaime Gil de Biedma, hasta de besar sus labios; pero la sensación de verosimilitud se multiplica cuando las estatuas son más accesibles, cuando reproducen a héroes recientes, a seres que resultan cercanos, casi idénticos a nosotros, que van vestidos con ropas contemporáneas y podrían confundirse con cualquiera de sus espectadores, como el Federico García Lorca de bronce que suelta en un rincón de Madrid su paloma interminable.Pienso en eso mientras miro una vez más la fotografía de la novelista Josefina Aldecoa junto al monumento que la ciudad de Vitoria le ha dedicado en un parque a su marido, el escritor Ignacio Aldecoa, y, por algún motivo, me gustaría saber qué debió de pasar por su cabeza mientras caminaba hacia la estatua, bajo los árboles; qué pensó unos metros más tarde, una vez que ya estuvo junto a ella, al ver minuciosamente reconstruido el cuerpo de su compañero en la vida real.

La costumbre de hacerles estatuas a los artistas es, en principio, una demostración de sensibilidad cultural por parte de las instituciones, pero sobre todo una forma de devolverle las ciudades a quienes las han blindado con sus palabras contra la estupidez y la voracidad de esas mismas instituciones, tan frecuentemente dirigidas por personajes que las destruyen en nombre del futuro, que les roban su carácter y su belleza en nombre de la modernidad. En los libros de Baroja o de Galdós o de Larra es en el único sitio en donde aún está en pie todo lo que han demolido los bárbaros: se empieza a leer una página y las cosas vuelven a estar en donde ya no están, siguen enteras aunque las hayan desintegrado. Devolverle a Aldecoa, por ejemplo, ese jardín público de la Florida en el que suceden muchos de sus relatos es, antes que nada, una cuestión de pura justicia, como lo fue entregarle a Campoamor el puerto de Navia, en Asturias, o a Bécquer el parque sevillano de María Luisa. En el otro extremo de todo esto se sitúa esa actitud mentirosa, y sobre todo demagógica, de algunos ayuntamientos españoles, entre ellos el de Madrid, que está últimamente tan de moda y consiste en hacerle estatuas a nadie, al ciudadano común, anónimo. Las hay ya en varios lugares, son un hombre que se sienta en un banco, otro que lee un libro... ¿Qué clase de nueva imbecilidad es ésa? ¿Por qué tiene que dedicarse una estatua a la nada? Los monumentos hay que merecérselos, deben de significar algo, ser el homenaje que los ciudadanos le hacen a quien les dio algo de importancia, a quienes les otorgaron esos momentos de placer impagable que se sienten al mirar un cuadro que nos emociona o al acabar la última frase de un libro que nos abre los ojos. También puede haber, desde luego, aunque a mí me parecen mucho más prescindibles, estatuas de estadistas, de reinas y reyes; y puedo llegar a aceptar, incluso, las de los santos. Pero ¿una estatua levantada para festejar el vacío, celebrar lo que no se ha hecho, conmemorar la normalidad? Resulta evidente que este disparate es una metáfora perfecta de nuestra época, de este mundo gobernado por gente zafia que muestra por la cultura y por la historia el mismo interés que una jauría de perros dogos hacia un saco de coliflores. Gente que sólo se mueve para llevarse a sí misma a algún lado y, en consecuencia, no hace nada que no crea que le va a reportar algún beneficio político. No se fíen de ellos ni les aplaudan esta clase de sandeces, porque o son unos horteras tamaño hipermercado o son unos tramposos que fingen no saber que los derechos de los ciudadanos se defienden de otra manera.

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