El día en que Ignacio Ellacuría fue asesinado
El día en que Ignacio Ellacuría fue asesinado, en plena ofensiva de la guerrilla del FMLN sobre la capital de El Salvador, la mirada de los periodistas destacados allí se había habituado tanto a la observación de cadáveres, que cuando llegué al patio de la Universidad Centroamericana (UCA) y distinguí, entre aquella nueva carnicería, el cadáver del jesuita vasco, vestido con una bata marrón y unas zapatillas azules de suela de esparto, transcurrieron varios minutos hasta que el dolor por la pérdida de un hombre cercano y admirado se sobrepuso a la confusión y el horror de caminar entre restos humanos todavía calientes.Un grupo de corresponsales llegamos al lugar alrededor de las seis de la mañana. Para acceder al edificio que servía de residencia a los sacerdotes y profesores había que bordear el complejo de la universidad y cruzar un portón metálico, entornado a esa hora. Del lado de la calle, algunos soldados montaban guardia sin mucho esmero. En el interior, los empleados de la universidad atendían, muy serenos, a las primeras visitas: algunos amigos y funcionarios del Gobierno salvadoreño. La visión de cuatro de los cadáveres esparcidos a la derecha del patio, junto al muro en el que fueron asesinados, pero no alineados ordenadamente -después se supo que los asesinos movieron los cuerpos tras el crimen con el propósito incumplido de devolverlos a las habitaciones de las que fueron sacados de madrugada- era espeluznante. Otros dos religiosos habían sido arrastrados ya al interior de sus cuartos, donde aún era visible el rastro de sangre. La mujer que atendía las labores domésticas de la residencia y su hija fueron también acribilladas por la patrulla criminal, que no quería testigos.
Todo el clima en ese momento resultaba un poco irreal. Era difícil creer que aquellos curas tan queridos yacían muertos, todavía sin cubrir. Pero, al mismo tiempo, el asesinato de Ellacuría y de los suyos había sido tan pronosticado y desde hacía tanto tiempo, que la escena que estábamos presenciando allí parecía en cierta forma, ya conocida.
El cadáver de Ellacuría quedó en un estado difícil de reco-nocer. El impacto de las balas disparadas desde una distancia muy corta, le había deformado el cráneo. Su cerebro quedó desparramado en el muro contra el que fue fusilado.
Ese cerebro había sido el productor de las ideas más generosas y brillantes que habían podido escucharse durante muchos años en El Salvador. El día anterior, habíamos tenido oportunidad de comprobarlo en una comida con él en el restaurante El Mesón. Todos coincidimos en reprocharle la imprudencia de volver al país cuando la guerra se libraba ya en las calles de la capital -había regresado desde España tres días antes- sabiendo que era uno de los objetivos más deseado por los militares y los escuadrones de la muerte. Respondió, por supuesto, que su sitio estaba allí, junto a los suyos. Ellacuría no era un populista, era un intelectual. Había curas mucho más dedicados al trabajo diario en las comunidades pobres. Pero él era, en gran medida, la inspiración, quien elaboraba doctrina, una fuente constante de renovación para la Iglesia y de preocupación para el Papa, que después ignoró la figura de uno de los grandes mártires católicos durante una visita pastoral a El Salvador.
El asesinato de Ellacuría y de los otros cinco sacerdotes (cuatro españoles y un salvadoreño)conmocionó a la comunidad internacional, especialmente a Estados Unidos, y facilitó un más rápido y positivo final de la guerra. El embajador norteamericano, William Walker, el Departamento de Estado y el Pentágono intentaron achacar el crimen a la guerrilla y se esforzaron al máximo por obstruir la investigación. William Walker es el mismo que, poco antes, había ocupado la embajada estadounidense en Nicaragua y el mismo que, este mismo año, presidió la comisión de la OSCE que intentó visitar Kosovo poco antes de la guerra y dio lugar a un fuerte enfrentamiento con Milosevic.
La opinión pública norteamericana reaccionó contra la posición de su Gobierno, hasta el punto de poner en dificultades al presidente George Bush. Una comisión investigadora del Congreso, presidida por el representante demócrata Joe Moakley, se esforzó por desvelar toda la verdad y mencionó la responsabilidad directa en la planificación del asesinato del jefe del Estado Mayor del Ejército, coronel René Emilio Ponce, quien después sería ministro de Defensa.
Sólo un oficial de alta graduación, el coronel Guillermo Benavides, director de la Escuela Militar, fue condenado por la matanza. El juicio realizado en El Salvador estableció la complicidad únicamente de otro miembro del Ejército. El resultado dejó insatisfechos a los compañeros de los religiosos asesinados y a todos cuantos conocían las interioridades de los hechos.
Pese a las pruebas aportadas por Moakley, ningún Gobierno español o norteamericano ha presionado en exceso por la consecución de justicia. La memoria oficial de Ellacuría es, desgraciadamente, escasa. Y su mensaje, a juzgar por la violencia, esta vez en forma de delincuencia común, que sigue desangrando a El Salvador, no ha prendido tampoco lo suficiente entre aquellos por quienes dio su vida. En la capilla donde se ofició su funeral están grabadas unas palabras de otro hombre de Iglesia caído antes que Ellacuría en el mismo país, el obispo Óscar Arnulfo Romero: "Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño".
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