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Tribuna
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Algo más fuerte y sentimental

Javier Marías

Escribía ayer Vázquez Montalbán aquí que cada vez reconoce menos a su Barça de antaño y más le cuesta pronunciar su nombre con vehemencia y credulidad. Estamos en las mismas, sólo que en el caso del Real Madrid hay un par de factores que aún dificultan más la vieja pasión merengue. Uno es anecdótico: nuestro himno no lo canta nadie por trasnochado ("caballero del honor", "las mocitas madrileñas", "a triunfar en buena lid": resulta tan entrañable e irrepetible como una película de Tony Leblanc; pero no se puede cambiar). Los culés, por el contrario, entonan sin ningún pudor, y acaso con excesiva ingenuidad, Som la gent blaugrana o como quiera que se titule ese cántico coral.El otro es más decisivo, porque atenta contra la identidad y la historia del club. Si los futboleros brindamos a nuestro equipo una fidelidad vitalicia, desobedeciendo el espíritu de esos tiempos desleales y oportunistas, lo único que pedimos a cambio es que quienes rigen y representan a ese equipo hagan lo mismo desde sus cargos y sus declaraciones. Ni siquiera retiramos nuestro apoyo por las derrotas o el mal juego, ni siquiera por el ridículo. Sólo necesitamos que nuestra lealtad tenga sentido, que no se convierta en un movimiento del ánimo hueco y sin objeto, que no nos descubramos adorando a una esfinge o a un mero vocablo. Y lo cierto es que desde hace años el Madrid trata de usurpar el papel clásico del Barcelona, a saber: el del pesimista, el desmoralizado, la víctima. Anoche, en consonancia, nos presentamos en el Camp Nou en cuadro: denegada la libertad provisional de Hierro y Roberto carlos, nuestro jugador más perspicaz (McManaman) lesionado, Guti y Anelka renqueantes, Toshack castigado lejos del césped (mejor sería así siempre, para que no interrumpa con sus altercados el ritmo de nuestro juego). Llegamos, por si no bastara, con el baldón de no haber podido marcar un solo gol en las seis últimas visitas ligueras. Y, para que no hubiera dudas, en el primer tiempo estrellamos un balón en la cruceta y al árbitro le pareció normal que Sergi despejara con la mano sin vestir el uniforme de portero. Así que no nos falta ni un elemento para seguir probando a desempeñar el tradicional papel del Barça, el del quejica, como se apresuraron a corroborar nuestros directivos nada más oír el pitido final.

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Pero el Barça, que desde la era Cruyff se iba apoderando a su vez de la figura madridista (seguridad, denuedo, un punto de chulería), se ve que no acaba de consentir en la inversión absoluta, y se resiste a dejarse arrebatar la condición de condenado injusto. Sólo de este modo se explica que las gradas clamaran "Así, así gana el Madrid" cuando éste iba perdiendo y ya había sufrido los entuertos y reveses mencionados.

Y es que quizá haya pese a todo en el fútbol algo más fuerte que las infinitas traiciones a que hoy se ve sometido. Algo más fuerte y más sentimental que los dirigentes aprovechados y los entrenadores egocéntricos. No sé si ese algo durará mucho más, pero al menos aún pervive en esta generación de futbolistas. En el Barça se llama Guardiola, en el Madrid Raúl. El primero todavía es capaz de dar órdenes vehementes y abroncar a Kluivert por hacer mal uso de su castellano aprendido; el segundo, de hacer entrar con suspense y llorando un balón en la red y mandar callar con el índice sobre los labios a cien mil personas en su propia casa. Que duren esos jugadores, que duren, si no queremos perder para siempre el dramatismo, la emoción y la sentimentalidad.

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