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Reportaje:

Cuatro fuentes agonizan en el paseo del Prado

Las Cuatro Fuentes han sido durante casi dos centurias uno de los hitos más bellos del paseo del Prado, quizá el más frecuentado por los visitantes de la ciudad. El rumor del manar de su agua, polvo transparente en verano, delicado cristal en invierno, sirvió en todo este tiempo de paraje manso para la cita entre forasteros, amantes y amigos. Hoy, las fuentes agonizan en medio del fragor de la ciudad, que ha trocado el juego cantarín del agua y de la piedra en una naumaquia atroz entre ambas: la victoria ha sido para el agua; la piedra muestra sobre sí la mueca de la erosión y el olvido.Entre el Museo del Prado y del Jardín Botánico, frente a la glorieta dedicada a Murillo, las llamadas Cuatro Fuentes fueron ideadas en la séptima década del XVIII por Ventura Rodríguez. El arquitecto madrileño, que trazó la gran avenida del paseo del Prado, decidió colocar sobre cuatro pilones hondos otros tantos fustes, con basas de hojas de alcachofa y capiteles de cabezas de osos bajo cuatro vasos. Sobre ellos encaramó cuatro tritoncillos. A los hijuelos de Poseidón y Anfítrite, dibujó Ventura Rodríguez rostros angelicales y delicados bucles; sus brazos quedaron aferrados a los lomos relucientes de cuatro delfines. Les encomendó la misión de mantener levantadas hacia el cielo las bocas de los cetáceos, para inundar de frescura la gran avenida madrileña.

Serían los escultores Roberto Michel y Francisco Gutiérrez quienes, con el tiempo, labraran los tritones; Narciso Aldebó, los fustes; José Rodríguez, los capiteles y Alfonso Bergaz, las fuentes, según relatara el estudioso madrileñista Federico Carlos Sainz de Robles en su libro Madrid, crónica y guía de una ciudad impar (Espasa Calpe, 1962).

Los diosecillos marinos de Ventura Rodríguez han sufrido sobre sus elegantes cuerpos el paso inexorable del tiempo. Hoy, sus rostros y sus bucles infantiles carecen de dibujo y de forma.Han perdido los ojos. Sus brazos no tienen ya musculatura. El juego divertido que riñeron durante décadas con los delfines, más parece un amasijo de esqueletos fundidos que el abrazo inocente de la piedra y el agua para solazamiento de paseantes: la contaminación, la lluvia ácida y el tráfico de vehículos motorizados, tan intenso en el paseo del Prado, han arrancado la sonrisa de los tritones, ahora convertida en rictus deforme.

Las fuentes fueron labradas en piedra traída de Redueña, un municipio madrileño cercano a Torrelaguna, donde operarios vascos allí llegados en el siglo XVIII iniciaron una tradición que llenó, con la belleza de sus canterías, monumentos principales de Madrid: "...Ya la conoce Vuecencia, sabe de su blancura, buena calidad, pocos poros y las ventajas que lleva a la piedra de Colmenar, ambas de materia caliza...", relataba un informe de su proveedor, dirigido a los constructores de las Cuatro Fuentes.

Pero la blancura de su caliza clara se ve hoy velada por una pátina pegajosa de musgo negro; los antes escasos poros de la piedra de Redueña, son ahora verdaderos taladros que decepcionan la mirada del más caritativo de los paseantes.

Nadie parece interesado en rescatar las Cuatro Fuentes de su fealdad de hoy. "Tal vez esperan a que ya estén destruidas cuando abran el túnel ése que anuncia el alcalde bajo el paseo del Prado", masculla enojado el conserje de una finca cercana. Años atrás, el escultor José Luis Parés fue consultado sobre el estado de las esculturas; su dictamen no halló respuesta. Pone el ejemplo-"descorazonador" dice- de su estatua erigida a la consejera aúlica de Isabel de Castilla, Beatriz Galindo, La Latina, instalada la pasada primavera en el Paseo de Extremadura. "Ya está toda pintarrajeada", se lamenta. "Es inútil", añade, "en Madrid hay gente que respeta muy poco la ornamentación pública", cuenta desde su taller cercano a la Plaza Mayor, donde faena en la hechura de un gran escudo.

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El caso es que las Cuatro Fuentes se alzan sobre un empedrado de adoquines, setenta pasos de varón adulto, por donde los automóviles que atraviesan velozmente el paseo del Prado reducen su marcha. Al reducirla, vierten sobre la atmósfera de la glorieta sus peores humos, en medio de un estrépito que el remanso del cercano Jardín Botánico no consigue silenciar.

De nada sirven a las Cuatro Fuentes los portes de los grandes plátanos, las vigorosas acacias y los enormes castaños de Indias que, desde sus circundantes peanas de adoquines decoradas con pequeñas flores rojas, parecen intentar proteger, con su sombra y su presencia, al amenazado grupo escultórico. La ciudad parece haber acabado con él.

Dos turistas japoneses que salen del Museo del Prado, se aproximan caminado hasta las Cuatro Fuentes. Primero, se dejan salpicar por el agua que brota a borbotones. Sonríen. Repasan luego detenidamente sus figuras. Sus miradas intercambian entonces un guiño de perplejidad y sus labios, un mohín de tristeza.

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