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Tribuna
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Fin

Lo que son las cosas. Yo creí que el fin del mundo (no de París: del mundo mundial) iba a producirse por los sesenta, cuando la anorexia impuesta por los modistas y las plaquitas de metal tipo cilicio creadas por Paco Rabanne convirtieron a las maniquíes del negocio de vestir a la mujer en un paradigma de la sílfide masoca que desde entonces no ha dejado de imponérsenos como ideal a alcanzar. Curiosamente fue entonces, como consecuencia de que el vestir se democratizara con la irrupción del prêt-à-porter al alcance de las jóvenes y su inevitable repercusión en la alta costura, fue entonces, digo, cuando con el café para todos llegó, arrasando, la esqueletez para todas. No es que antes no existiera la anorexia como enfermedad (Isabel de Austria, o sea, la famosa Sissi, sin ir más lejos), sino que empezó a ser estimulada socialmente. Y en eso seguimos estando. Hace poco volví a ver La alegre divorciada, un musical de 1933, y en las rozagantes bailarinas que rodeaban a Fred y Ginger no admiré, como supongo hice en la primera visión, a hermosas damas con todo en su sitio, sino a señoras pasadas de peso: hasta tal punto de aberración nos han conducido los últimos 30 años de dictadura estética encabezada por Rabanne y compañía. Aparte de las diferencias artísticas que les separan de sus predecesores (Rodríguez, Dior, Pertegaz, Givenchy -escuela a la que pertenece Saint-Laurent-), hay una fundamental: que, mientras los grandes creían en la excepcionalidad de la mujer-cisne en torno a la cual dejaban desbordar su creatividad para ajustarla luego a la talla de la clientela pura y dura, sus sucesores, democráticamente, diseñan con vistas a una mujer menguante universal; es decir, para el ser efébico con el que sueñan para identificarse y poseerlo.

Vi hace poco, en Canal Satélite Digital, un reportaje sobre supermodelos. Me parece que alguien dijo algo muy sensato: que, a fuerza de interiorizar la idea de la mujer que tienen los diseñadores actuales, muchas modelos dejan de sentirse personas para creerse meros objetos. Las jovencitas que se encuentran en conflicto consigo mismas, a menudo se miran en semejante espejo.

Y eso sí que es el fin del mundo, cariño. El peligroso adiós a lo real.

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