_
_
_
_

Un anónimo "Schindler" en Pristina

Un funcionario serbio ocultóla presencia en sus casas de albanokosovares expulsados

Xavier Vidal-Folch

ENVIADO ESPECIALVienen a casa al atardecer. Son un pequeño grupo de policías regulares. Todos uniformados. Pasean por esta sala y miran la librería. Ríen con sorna. Agarran esa Historia de la diplomacia. ¿Así que los albanokosovares también queréis ser diplomáticos?: pues ya veréis. Cambian el tono. Gritan. Dadnos la llave, apremian. Coged una bolsa, ordenan. Dejad el resto. Tenéis diez minutos. Luego os vais pa-ra Albania. Nunca más volveréis, aseguran. Ni siquiera podréis volver a soñar en Kosovo, les profetizan.

(D. es abogada en Pristina. Mejor dicho, fue abogada hasta el 26 de marzo. Cuando empezaron los bombardeos aliados, a ella, a su marido, a sus colegas de raza, se les prohibió actuar ante los tribunales. Sólo los letrados serbios pudieron actuar de oficio. Para el resto no había casos. Las escrituras quedaron para mejor momento. Muchos clientes huyeron a las montañas. D. todavía tiene el miedo en el cuerpo. Pide el anonimato. Apenas sale de casa. Pregunta por qué no ha visto los helicópteros aliados).

Esa noche, hace un mes, nos es imposible resistirnos. Además, nuestra hija ya está fuera. Escribe artículos, desde Centroeuropa, aguantó todo lo que pudo, la perseguían. ¿Me deja el teléfono portátil? Es para hablar con ella. Hace dos meses no tengo noticias suyas. Hija, esta noche han entrado en casa de mi primo. Un grupo de paramilitares, le han robado todo y luego le han disparado y le han matado, a la tía sólo la han herido. No llores, mamá, llegarán tiempos mejores.

(D. tiene el alma hecha trizas. Cincuentona, es una mujer hermosa. Llora de repente, se contiene, se emociona al explicar su historia. Uno de los contertulios es amigo de toda la vida. Ella no le miente, no podría. Además, hay tantas historias iguales, sólo cambian los nombres. Pero ésta toma un giro muy distinto).

Sí, sí, volvemos a esa noche. Mi marido y yo hacemos la bolsa, sólo un paquete. Entregamos la llave. Me guardo una copia en el bolsillo. Salimos a la calle. Tenemos que irnos a Albania. A los pocos minutos nos lo encontramos.

-¿Cómo se llama?

-No puedo decírselo. Correría peligro. Llámelo Schindler. Es un amigo de toda la vida, serbio. Ocupa un alto puesto en la Administración, no pregunte en cuál. Os lo arreglaré, promete. ¿Tenéis otra llave? Sí, me he llevado una copia. Caminad un rato y volved a casa dentro de una hora, esperad dentro. Así lo hacemos. Al poco llega alguien, con un sobre. Dentro está la llave requisada. Desde entonces no han vuelto. Ni nosotros nos queremos ir, ésta es nuestra casa, éste es nuestro país. Además, si nos fuéramos, al volver nos encontraríamos con todo robado y las paredes desnudas.

(Muy cerca de la casa de D., en el centro de Pristina, buena parte de los verdugos siguen ahora el camino que impusieron a las víctimas. Desfilan los serbiokosovares retirándose a Belgrado con tractores o camiones, probablemente robados. En su mayoría, paramilitares complicados en delitos de sangre, aunque otros parecen simplemente campesinos asustados. Rechazan explicar su caso).

Si en cada edificio de la ciudad viviese un solo serbio con principios y humanidad, esto no habría sucedido. En la mayor parte de los asesinatos, los robos y las expulsiones, los protagonistas han sido paramilitares venidos de fuera. En la casa de al lado, un inquilino serbio les paró, respondió por todos. Estoy aquí para defender a toda esta gente, dijo. Con él seguiremos conviviendo, pero ¿y con los que han apuntado a nuestros hermanos el dedo acusador de la muerte o la deportación? Con el vecino seguiremos. Aquí tenemos una larga historia de convivencia entre gente distinta, que algunos han estropeado en los últimos diez años. Como seguiríamos con Schindler. Si pudiéramos, le ayudaríamos. Nos ayudó a nosotros y a otros muchos. Pero no podemos. Abandonó la ciudad ayer mismo porque está en la lista de los obligados a retirarse. Nosotros nos decimos: él, no; él, no. Sólo se ha preocupado de ayudar a los perseguidos, aunque pudiera comprometerle y costarle el cargo. Pero ahora estará ya en Belgrado. Nunca diré su nombre. Podría costarle la vida. Y nosotros le debemos la nuestra.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_