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Abuso de poder público para beneficio privado ANTÓN COSTAS

Antón Costas

Así define el Banco Mundial la corrupción. Posiblemente el término necesita matizaciones. Hay también corrupción en el mundo de las empresas e instituciones privadas. Por otra parte, el abuso de poder público para beneficio privado incluye la corrupción en favor de amigos, familia o partidos políticos. Como señala Vito Tanzi, un especialista en estos temas, la corrupción tiene en común con los elefantes que es difícil de describir, pero fácil de reconocer. En cualquier caso, la definición se ajusta a los casos más destacados que han aflorado en España: Roldán, Pascual Estevill, De Aguiar y Huguet, y López de Coca (caso del lino). ¿Cómo han podido llegar a ser tan poco honrados? La respuesta más sencilla y fácil sería decir que se trata de casos aislados de personas sin escrúpulos, pero que no hay que preocuparse porque, tarde o temprano, la justicia acaba erradicando esas conductas. No me parece una buena respuesta. Los economistas dicen que el precio y la cantidad de corrupción que hay en cada momento responden -como el precio y la cantidad de dinero o de coches- a la demanda y a la oferta. Por el lado de la oferta se señalan los bajos salarios de los funcionarios, la laxitud o tolerancia de los líderes políticos, la existencia de malas leyes fiscales y demasiados gastos públicos, y la financiación de los partidos, como factores que fomentan la corrupción. En la mayoría de los casos la corrupción tiene mucho que ver con la avaricia. Pero siendo ésta un componente permanente de la condición humana sucede que, como en la Bolsa, hay momentos en que se dispara. Fíjense en el hecho de que muchos de los casos conocidos (Guerra, Roldán, Pascual Estevill, De Aguiar y Huguet) coinciden con la fase de intensa especulación económica y financiera que tuvo lugar en España a finales de los años ochenta. En esos años surgieron como hongos en otoño los hombres de negocios (los Conde o los De La Rosa) dedicados a la pura especulación, es decir, a la compra de empresas o activos financieros para la reventa más que para la producción o para generación de renta. Con la especulación y las fuertes plusvalías surgieron también las fortunas rápidas, casi milagrosas. En esas circunstancias, como ha advertido un estudioso de las euforias y crisis financieras tan acreditado como Charles Kindleberger, no hay nada tan molesto para el bienestar y el buen juicio de una persona como ver a un amigo o a un conocido hacerse rico. Ahora estamos en un momento en que aflora una variante distinta de la corrupción, la que tiene que ver con las subvenciones. Tanto en uno como en otro caso, la demanda de corrupción aumenta y la avaricia de algunos altos funcionarios que están en situación de usar el poder público para satisfacer esa demanda hace el resto. Hay muchas razones para estar contra la corrupción. Subvierte los valores relacionados con la honradez y la justicia; actúa como disolvente de la confianza en las instituciones políticas democráticas; reduce los ingresos públicos; aumenta los gastos públicos susceptibles de corrupción y reduce aquellos otros que, como la educación o la sanidad, no se prestan fácilmente a esas prácticas; fomenta la desigualdad de rentas; perjudica a las pequeñas y medianas empresas y a los más débiles; reduce las inversiones económicas y sociales productivas y, por consiguiente, deteriora la tasa de crecimiento. Sin embargo, no es fácil acabar con ella. Si fuese mensurable, como sucede con la inflación, probablemente sería eliminada. Pero mientras no lo conseguimos deberíamos intentar sacar lecciones de la experiencia propia y, a la vez, ver cómo otros países se enfrentan a ella. En primer lugar, convendría simplificar el sistema fiscal. Las leyes fiscales son difíciles de entender y su interpretación requiere contacto frecuente entre los contribuyentes y los altos funcionarios. Ese contacto y el secretismo de las decisiones son caldo de cultivo para la corrupción. En segundo lugar, es necesario reducir las subvenciones que se prestan a corrupción, o al menos la discrecionalidad y la opacidad en su concesión. En tercer lugar, es urgente abordar el problema de la financiación de los partidos (en particular, de las campañas electorales). En cuarto lugar, es necesario introducir en nuestro país mecanismos de filtro y control en el nombramiento de altos funcionarios -como el sistema de hearings utilizado por los norteamericanos- o la conveniencia de que los políticos dejen la gestión de su patrimonio personal en manos profesionales (fondos ciegos) cuando acceden a cargos públicos, como se hace en otros países. Todos esos mecanismos tienen en común una idea: para controlar la corrupción es necesario aumentar la transparencia y la información sobre las decisiones públicas. La sociedad, los medios de comunicación y la justicia se encargarán del resto.

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