Carlos Fuentes y los héroes JAVIER CERCAS
En los años sesenta empezó a darse a conocer por aquí una serie de escritores que iban a poner patas arriba la narrativa contemporánea. Venían de América. Estaban poseídos por una ambición desatinada: querían ser al mismo tiempo Tolstói y Faulkner, Proust y Balzac. Excepto miedo, lo tenían todo: eran jóvenes, y revolucionarios, y cosmopolitas, y cultos, y guapos como galanes latinos de paso por Hollywood y, años más tarde, a la gente de mi edad nos sacaron de la adolescencia de un patadón y nos metieron en la cabeza la idea insensata de ser como ellos, de hacer libros y revistas, cosas. Eran los héroes. Carlos Fuentes fue uno de ellos. A Fuentes le debemos un puñado de novelas descomunales; la última se titula Los años con Laura Díaz, y el lunes se presentó en la Universidad de Barcelona. Así que voy a la universidad a ver a Fuentes. En la puerta, una anciana idéntica a la abuelita Paz me confunde con un conserje y me pregunta dónde se presenta el libro de Fuentes. Se lo digo. Llego al Aula Magna. En seguida aparece la abuelita Paz y se sienta a mi lado. Un poco nervioso, la veo sacar un libro -La sonata a Kreutzer, de Tolstói- y ponerse a leer. Luego se me acerca Noemí Montetes, que es profesora de la universidad; lleva un libro de Balzac, La prima Bette, y se sienta a mi lado. De repente se me ocurre que es bastante raro haber venido a oír a Fuentes, que quiere ser Tolstói y Balzac -y también Proust y Faulkner-, y verme encerrado entre dos mujeres que leen a Tolstói y a Balzac, pero no a Fuentes. En ese momento aparece Fuentes. Sigue siendo culto y cosmopolita y hasta guapo, pero ya no es joven; tiene aire de galán otoñal: el pelo casi blanco, los ojos sin miedo, la nariz escarpada, la boca un poco despectiva. Lo presentan Adolfo Sotelo, María José Sánchez Cascado y Merche Serna. Luego Fuentes lee un pasaje de su novela; más que leerlo, lo recita: canta, gime, susurra, gesticula, grita, se ríe; en algún momento da la impresión de que va a levantarse y ponerse a bailar. Todo el mundo lo mira perplejo; la abuelita Paz también. Cuarenta minutos más tarde, Fuentes sigue con su recital. En ese momento, oigo decir a la abuelita Paz: "Bé, ja n"estic tipa, de la Laura Díaz". La gente se vuelve y me mira; me ruborizo, pero de inmediato reacciono y, sin el menor escrúpulo, señalo con un dedo acusador a la anciana, que se levanta y se larga. En un instante de pesadilla, imagino que la gente empieza a marcharse y yo acabo quedándome solo en el Aula Magna, mientras Fuentes sigue recitando incansablemente. Por fortuna, me equivoco: como si también él hubiese oído a la abuelita, Fuentes acaba su show y el público se pone en pie para aplaudirle, igual que si fuera un actor de Hollywood. Al acabar el acto la gente se arremolina en torno a Fuentes. En algún momento, veo a Noemí Montetes y a Fuentes cantando a dúo una canción mixteca, y luego aparece Enrique Turpin y me dice que la única revista que he contribuido a montar en toda mi vida acaba de irse al garete. Para levantarme la moral -y supongo que también con la secreta intención de que se me pegue algo-, Merche Serna y María José Sánchez Cascado me invitan a cenar con Fuentes. Por supuesto, me acuerdo de Proust, que decía que un aprendiz de escritor que se acerca a un gran escritor con la idea de aprender algo es como un enfermo que sale todas las noches a cenar con su médico con la idea de que así va a curarse; pero acabo aceptando. Mientras esperamos, alguien menciona el hecho de que a Fuentes acaba de morírsele un hijo, alguien elogia la entereza de Fuentes. Entonces, no sé por qué, pido un móvil y llamo a mi casa; nadie contesta. Nerviosísimo, me olvido de la cena con Fuentes, salgo de la universidad, paro un taxi, me planto en mi casa. Mi mujer y mi hijo acaban de llegar: habían salido a cenar, como dos novios. Feliz, me despatarro en el sofá y pongo la tele; le oigo decir a Lloll Bertrán: "Entre la pena y la nada, elijo la pena". Como yo no sabría qué elegir, y como además me parece el colmo de la rareza oírle a Lloll Bertrán una frase de Faulkner, apago la tele y cojo un libro, un libro de Tolstói, claro. Leo: "El hombre no puede poseer nada mientras tema a la muerte. Todo pertenece a quien no la tema". Entonces pienso en los ojos sin miedo de Fuentes y en la entereza de Fuentes, en que él no puede elegir entre la pena y la nada, porque la nada y la pena le pertenecen por igual. Pienso que un héroe es quien no le teme a la muerte. Pienso en Bioy Casares, que fue uno de aquellos héroes -el más apuesto y uno de los más duraderos- que me sacó de un patadón de la adolescencia, y que escribió: "En el camino de la muerte todos somos héroes".