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Nueva ética XAVIER BRU DE SALA

Junto a las bombas de la OTAN, en esta guerra llueven ideas y actitudes que pueden hacer germinar un cierto progreso de la moral colectiva de nuestras sociedades, dicho sea con la prudencia que exige una materia cuyos avances son siempre frágiles y provisionales, y con el escepticismo originado en lo mucho que nos falta por recorrer antes de dejar de ser unos salvajes embadurnados con barniz civilizador. No es preciso discutir la conveniencia de la Guerra del Golfo para advertir que la restitución de Kuwait a la familia reinante obedeció a un cálculo tan preciso como egoísta: evitar la creación de una potencia en Oriente Medio. Es probable que, de no haber atacado a Irak, el mundo fuera hoy más inestable, empezando por Israel, cuya precaria paz es una contrapartida ofrecida por Bush a la gran coalición entonces montada, pero ello no quita que el primer motivo de la iniciativa bélica occidental fuera el propio interés. En cambio, se cuestione o no su conveniencia, su oportunidad o sus resultados -que están por ver-, nadie ha sido hasta el momento capaz de encontrar un argumento plausible que certifique una supuesta perversión causal en la decisión de bombardear a la fuerzas armadas serbias. Ni uno -que se sostenga-. Ahí está la diferencia, la novedad desde el punto de vista moral. Es hasta cierto punto normal que algunos, armados de convicciones ideológicas que hasta anteayer les dieron reconfortantes respuestas de un manual, se resistan a la evidencia de que el dolor por las muertes en Kosovo y en Serbia alumbra una nueva era de la ética colectiva. La misma nueva ética civil que exige responsabilidades a Pinochet trata de parar los pies a otro genocida llamado Milosevic. Una novedad moral que rehúsa la comodidad y acepta muy a regañadientes los inconvenientes de castigar o tratar de impedir los crímenes contra la humanidad y salvaguardar los derechos humanos más elementales. Las lógicas del antiguo mundo bipolar comportaban, a lado y lado, la justificación de un sinnúmero de atrocidades. Igual sucedía con el principio de no injerencia, a cuya protectora sombra las dictaduras del siglo, incluida la nuestra, han torturado y matado a mansalva. Estas lógicas estaban inscritas en sendos pentagramas ideológicos que se han quedado en blanco. La primera línea del nuevo pentagrama parte de una desconfianza ahora radicalizada hacia aquellas ideologías en cuanto cuerpos cerrados y hacia sus líderes reales o mediáticos, y se remite a conceptos cuanto más firmes y elementales mejor: convivencia, respeto, solidaridad, humanitarismo, rechazo de cualquier sufrimiento. Puede parecer poco, casi nada, insuficiente, es limitado, demasiado limitado, incluso ingenuo, pero es nuevo con relación a la escala conocida de valores de las democracias occidentales. Y es positivo, sobre todo por cuanto es también desconfiado. Ser demócrata hoy empieza a ser incompatible con tener que tragar injusticia, muerte y horror. Ayer era compatible, hoy lo es bastante menos. Para muchos, los que dedican parte de sus energías a aliviar el sufrimiento o las privaciones ajenas, no es en absoluto compatible. Eso, no siendo mucho, es lo más positivo que hay en la ética de este fin de siglo. Eso y no los antiguos manuales ideológicos, sean de Marta Harneker o de Henry Kisinger, porque están asociados de modo indisoluble y a perpetuidad a un sinnúmero de crímenes contra la humanidad. El coste en desolación por el sufrimiento infligido es incomparablemente mayor en los partícipes de la nueva actitud que en los que siguen aferrados a las viejas ideologías. Si el criminal que rige Yugoslavia -por desgracia con el beneplácito de la mayoría de los serbios- se hubiera enterado antes de algo tan sencillo y tan importante, habría seguido con su viejo método de terror y limpieza étnica a ritmo lento en vez de pisar a fondo el acelerador del genocidio. No creo que hubiéramos resistido bombardear durante muchas semanas a quien mientras tanto se había quedado quieto. El respeto hacia la vida ajena se está, por fin, apareando a la democracia. La violencia indiscriminada, la tortura y la destrucción son cosa de los dictadores y los que claman por su impunidad. Por ello hay que distinguir entre causa y responsabilidad. Todos los hechos surgen de una causalidad a veces tan compleja como la de los fenómenos atmosféricos. Modo contrario, puede afirmarse que debe haber pocas decisiones en positivo de las cuales no se deriven consecuencias negativas. Eso en cuanto a los hechos, pero todos los crímenes, respondiendo a veces a una o varias causas, tienen siempre un culpable llamado asesino. Para confundir, pues, ante un crimen la causa con la responsabilidad, hay que ser corto de entendederas o disponer de una mente perversa. Así, los errores del Pacto de Versalles son causa concomitante del holocausto cometido luego por los nazis, pero hay que ser un pobre bendito o un redomado indeseable para atribuirles una culpa que sólo pertenece al régimen infernal que lo ideó y lo cometió. ¿Dónde están los objetores de conciencia? Muchos practicando la solidaridad y el humanitarismo. Ninguno dispuesto a manifestarse a favor de un criminal como Milosevic. Si el código ético que está naciendo comporta el rechazo a bailar al son de sus propios flautistas, ¿cómo va a dejarse influir por el de los predicadores pro serbios? Se ha escrito el libro negro del comunismo. Ahora se empieza a escribir el libro negro del capitalismo. Guardarlos juntos y a mano en el estante de la atrocidad es un buen principio. Sólo un principio. Antes de aliviar el sufrimiento que sufre medio mundo, los demócratas tenemos todavía un largo camino por recorrer.

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