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Tribuna
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Matarile

¿Dónde están las tribus urbanas, matarile? ¿En el fondo del estanque del Retiro, por ventura? ¿En las florestas del parque del Oeste? ¿En la siesta, acaso? Hace unos años, Madrid era un retablo barroco de tribus variopintas que daban mucho colorido a la ciudad. Casi todas ellas han sido arrasadas por su propia endogamia, o por las autoridades, o por hastío, o por vergüenza ajena, o por la vacuidad de sus filosofías. Quedan vagos coletazos fósiles por Lavapiés o Chueca, dogmatismos de escaparate, matariles. Ésos no son signos tribales, sino arias onanistas, esperpentos más o menos graciosos de lo que pudo haber sido y no fue (¿a Dios gracias?).Las tribus urbanas, ahora, laboran en los jardines del alma y exhalan aromas clandestinos. Se cultivan más los paisajes interiores, las transgresiones secretas y las cuentas corrientes. Nos invade una ola de cinismo pragmático y risueño. Ya no se propende a pasotes espectaculares, sino al ejercicio taimado y recóndito de vicios diversos. A la gente no le apetece pregonar sus perversiones por medio de la vestimenta. Los gallos de pelea se han transformado en moscas de clausura. Los peluqueros no han tenido más remedio que dejarse de filigranas sonrojantes. También han rebajado sus tarifas.

Para detectar las tendencias tribales del futuro inmediato basta con indagar en los últimos trabajos de dos músicos madrileños, Javier Álvarez (Tres) e Ismael Serrano (La memoria de los peces). La música popular ha sido siempre portavoz de idearios. Álvarez y Serrano son dos maneras de entender la existencia y la lírica. Javier se tiñe el pelo y se pone a vivir peligrosamente, en la onda de Albert Pla. Ismael se tiñe la cólera y opta por la vida razonable, en la onda de Serrat. Diónisos y Apolo, como siempre. Pero, para tribus salvajes, las de Euskal Herritarrok, que han infiltrado a una ternera sin ternura en la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco. Jamás había llegado tan lejos el ganado vacuno. ¿Dónde están las llaves para entenderlos, matarile? ¿Dónde estará mi carro, matarilerón? Alucina, vecina.

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