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La culpa no es de los españoles

Antonio Caño

La derecha chilena se echó a las calles de Santiago, inmediatamente después de la detención de Augusto Pinochet, a quemar banderas británicas y españolas sin querer caer en la cuenta de que no habían sido españoles ni británicos los principales responsables de la suerte corrida por el ex dictador, sino chilenos, los otros chilenos, los que decidieron no sumarse al pacto de silencio y olvido que facilitó la transición del país hacia la democracia. El juez Baltasar Garzón y la policía británica no han sido, en realidad, más que los instrumentos utilizados por esos chilenos disidentes para buscar la justicia que les negaban. Pero Garzón -y sobre todo el juez Manuel García Castellón, que fue quien instruyó durante dos años la causa de las víctimas de la dictadura chilena y quien cedió esta semana a su colega de la Audiencia Nacional los miles de documentos sobre las atrocidades- no hubiera tenido material con el que actuar si cientos de chilenos no hubieran estado dispuestos a declarar contra el hombre que exigía reconocimiento nacional y que insultó a la democracia de su país haciéndose nombrar senador vitalicio.

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Las quejas de los políticos chilenos -no sólo de los demócratas cristianos sino de los socialistas también- por los peligros que supone la detención de Pinochet son justas; efectivamente, la transición pacífica en Chile está gravemente amenazada, pero la culpa no la tienen los españoles, la culpa es de esos políticos que toleraron una salida en falso de la dictadura, y especialmente de la derecha y de Pinochet, que no buscaron la reconciliación, sino el reconocimiento de su victoria contra la izquierda. En España, aludiendo a la comparación que tanto se está utilizando estos días en Chile, la derecha aceptó que la guerra civil no la ganó nadie sino que la perdieron todos.

El arzobispo de Santiago, Francisco Javier Errázuriz, sacó a relucir algunas de las deficiencias de la transición chilena al recordar esta semana que muchos de los problemas actuales podrían haberse evitado con una actuación más firme de la justicia: "Si realmente en nuestro país se hubiera podido juzgar determinados casos de ciudadanos chilenos y castigar todo lo que era contrario a la justicia, nunca se hubiera producido un hecho como el que estamos viviendo". Esto fue contestado con la siguiente frase de un antiguo jefe del cuerpo de Carabineros: "Curita, métase en lo que le importa".

"En Chile no se ha producido una reconciliación nacional en torno a valores constitucionales", afirma Joaquín Leguina, buen conocedor de ese país. Eso ocurre, sin duda, porque a la mitad de los chilenos les cuesta reconocerse en una Constitución elaborada por la dictadura, que fue útil como mecanismo para salir de la dictadura, pero que ahora no sirve para llegar a una democracia moderna.

Es difícil en estos momentos plantear en Chile un debate sereno sobre las exigencias de la transición. Éste es todavía el momento de las pasiones y del miedo. La mayoría de los chilenos tiene hoy miedo, miedo a la incertidumbre, miedo a lo que pueda pasar, a lo que puedan hacer los militares. Desde ese miedo, se quejan amargamente de que los españoles, los europeos, les hayan hecho pasar por este trance sin tener en cuenta las consecuencias. Tienen razón en eso. Es muy posible que esta situación no se hubiera presentado en otros países donde las violaciones de los derechos humanos han sido mucho mayores, pero donde los intereses occidentales son mucho más decisivos que en Chile, una pequeña nación de diez millones de habitantes. Pero eso no puede ocultar la responsabilidad que los chilenos tienen en construir una democracia a la medida de todos.

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