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Cerco al ex dictador

La detención del general chileno ha desatado una gran reacción pasional en Europa, pero también un agudo debate sobre los límites de la justicia

Antonio Caño

Hacía días que los guardaespaldas venían detectando movimientos extraños en torno al hospital en el que Augusto Pinochet había sido operado el 9 de octubre de una hernia discal. El nombre y localización de esa clínica pretendía ser uno de los secretos mejor guardados de Chile, hasta que el 15 de octubre los hombres que protegían al general llegaron a la conclusión de que algunos grupos de exiliados habían identificado el centro, la London Clinic, en Hyde Park. Ante el riesgo de que se produjeran protestas en la puerta o incluso de que alguien intentara penetrar en el edificio con intención de atacar al general, los guardaespaldas pidieron ayuda ese mismo día al servicio secreto británico, que había autorizado la entrada en el Reino Unido, a finales de septiembre, de personal de seguridad armado para la custodia del senador vitalicio chileno. Por esa razón, cuando el capitán chileno que se encontraba de guardia en el octavo piso de la London Clinic recibió poco antes de las once de la noche del día 16 una llamada de la recepción comunicándole que un grupo de policías se dirigía hacia la habitación de Pinochet, no sintió la menor sorpresa. Al contrario, una vez enfrente de ellos -según el testimonio de un testigo presencial de las escenas ocurridas aquella noche-, les saludó afectuosamente y les dio las gracias por atender su llamada.

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La sorpresa llegó inmediatamente después, en el momento en que el hombre al mando de aquella unidad de Scotland Yard le comunicó al guardaespaldas que tenían una orden de detención contra el señor Augusto Pinochet Ugarte, ciudadano chileno de 82 años de edad, y le conminaron a entregar las armas. El guardaespaldas respondió que él era un oficial del Ejército chileno y que sólo atendía órdenes de sus superiores. En pocos segundos la situación se tornó muy tensa. Un movimiento del capitán chileno para alcanzar el teléfono móvil en el bolsillo de su chaqueta fue rápidamente contestado por los policías británicos, que desenfundaron sus pistolas y las apuntaron hacia el guardaespaldas. Inmediatamente le redujeron, le desarmaron, y le obligaron a abandonar el edificio en compañía del doctor Marín, el médico personal de Pinochet, que le acompaña en todos sus desplazamientos y que se encontraba también en el octavo piso de la London Clinic aquella noche.

El médico llamó entonces al embajador de Chile en Londres, Mario Artaza, y al agregado militar en el Reino Unido, Óscar Izurieta, hermano del actual comandante en jefe del Ejército chileno. Pinochet quedó mientras tanto, por un lapso aproximado de hora y media, solo, bajo la vigilancia de los policías británicos.

La historia había reservado a Mario Artaza el privilegio de comunicar a Pinochet su detención. Artaza es diplomático de carrera y socialista de militancia. Tras el golpe de 1973 sufrió 17 años de exilio en Estados Unidos. Sólo él sabe qué pasó por su mente cuando se encontró esa noche junto al lecho del hombre que había truncado su carrera y su vida. "Solicité garantías de que Pinochet estaba bien. Subí por unos corredores en penumbra y, acompañado por una enfermera, entré en la sala donde estaba el general. El médico me había dicho que estaba muy agitado por la sorpresiva acción de la policía. Cuando entré estaba dormitando, pero despertó, me presenté y le dije que había acudido hasta allí a petición de su médico, y le expliqué brevemente de qué se trataba", relata Artaza, quien recuerda que las únicas palabras de Pinochet fueron: "Yo no entré a este país como un bandido. Yo he entrado con un pasaporte diplomático. He entrado muchas veces de esta manera". "No creo que tuviera plena conciencia de lo que estaba ocurriendo", concluye el embajador.

Así comenzó uno de los episodios más sorprendentes y de mayor impacto mundial a los que hemos asistido en muchos años. Un episodio que no sólo nos devuelve a la actualidad los horrores ocurridos en Chile hace un cuarto de siglo, sino que pone sobre la mesa un apasionante debate sobre los límites de la justicia, sobre el fin de la impunidad de quienes durante muchos años se han sentido intocables, sobre la posibilidad de que, por una vez, el bien triunfe sobre el mal.

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Las escenas en la London Clinic han puesto antes que nada en evidencia que no todas las memorias han desaparecido, ni la cura de realismo obligada por la reordenación del mundo en la última década ha borrado todos los recuerdos de una generación de políticos crecida en la lucha contra las dictaduras latinoamericanas y que convirtió a Pinochet en un icono de la crueldad.

Esa generación, precisamente la generación que hoy ocupa el poder en la mayor parte de los países de Europa, estuvo marcada por las escenas del bombardeo del Palacio de la Moneda y grabó en su memoria el rostro de aquel general de gafas oscuras que interrumpía salvajemente el sueño del socialismo por vía democrática, simbolizado por Salvador Allende.

Muchos altos cargos de los Gobiernos europeos de hoy -entre ellos el propio primer ministro británico, Tony Blair- marcharon por las calles de sus ciudades en protesta por el golpe de Estado en Chile y contribuyeron personalmente en la denuncia y el aislamiento de la dictadura impuesta por Pinochet. La primera reacción a la noticia de la detención de Augusto Pinochet ha sido, por esa razón, enormemente pasional.

Para muchos de esos dirigentes, que habían hecho un doloroso tránsito del socialismo a la economía de mercado, que habían convivido con el thatcherismo y el reaganismo, que tantas renuncias habían tenido que aceptar desde la caída del muro de Berlín, que tantos retoques habían tenido que dar a sus principios para hacerlos viables en las sociedades modernas, la detención de Pinochet era una buena noticia incuestionable, de esas que no tienen claros y oscuros, una alegría nítida con la que, de alguna manera, quedaba reivindicado su pasado.

Eso explica reacciones tan emotivas e inusuales como la del primer ministro francés, Lionel Jospin: "Para un hombre como yo, que ha acogido y ayudado tanto a los demócratas chilenos en el exilio, que ha compartido sus sufrimientos, su indignación, sus aspiraciones de justicia, ésta es una noticia feliz y justa".

No menos apasionada fue la reacción de Peter Mandelson, el ministro británico de Comercio: "La idea de que un dictador tan brutal como Pinochet pueda merecer inmunidad diplomática revuelve el estómago de la mayor parte de ciudadanos de este país".

"Peter Mandelson estaba hablando por su generación también", opina Nicholas Wapshott, de The Times. "En el Reino Unido hay un sentimiento común entre aquellos que ahora nos pasamos el tiempo asistiendo a fiestas de cincuenta cumpleaños. Compartimos aquellos tiempos de boicoteo de supermercados que nos obligaban a castigar las naranjas surafricanas, el vino español y el aceite de oliva griego hasta que cayesen sus dictadores".

En España, la figura de Pinochet se vio siempre ligada a la de Franco, una especie de sucesor o versión latinoamericana del caudillo, a cuyo entierro asistió el dictador chileno como único representante internacional. "Pinochet es para nuestra época lo que Franco significó en el mundo en los años treinta, es la quintaesencia del símbolo de una barbarie", afirma Joaquín Leguina, diputado y ex presidente de la Comunidad de Madrid, que vivió en Santiago durante el Gobierno de la Unidad Popular.

Es cierto que no toda esa generación compartió en su momento el entusiasmo por Salvador Allende. El propio José María Aznar escribía en febrero de 1979 un artículo en el diario Nueva Rioja en el que señalaba claramente al derrocado presidente socialista como uno de los responsables de los males ocurridos en Chile.

Pero el impacto mundial de los desaparecidos, los asesinados y los torturados en el Cono Sur suramericano fue demasiado fuerte, y el mismo Aznar participó en septiembre de 1986 en una manifestación en Madrid en demanda de libertad en Chile. El simbolismo de Chile como territorio donde estaban en juego los valores esenciales de la democracia y de Pinochet como emblema del terror estaban ya demasiado sólidamente establecidos como para que un personaje de la nueva derecha española pudiera ponerlos en duda.

La unanimidad en la condena a Pinochet se vio reflejada el jueves en una votación en el Parlamento Europeo en la que todos los grupos políticos, excepto la extrema derecha, se pronunciaron a favor de la extradición a España.

Entre la derecha británica, la exprimera ministra Margaret Thatcher y la prensa conservadora han pedido la liberación de Pinochet en atención al enorme apoyo logístico prestado por Chile durante la guerra de las Malvinas y en previsión de los problemas internos que la permanencia de Pinochet en Londres puede generar.

Al fuerte impacto emocional de la detención de Pinochet se suma la posibilidad -la ilusión, tal vez- de que con ella comience también una nueva era en la lucha contra la impunidad. "El hecho de que el gran club de fans de Pinochet en el establishment no pueda ya salvarle de la justicia ofrece una oportunidad de que en el futuro los tiranos no duerman tan tranquilos en sus camas", asegura un editorial de The Observer.

Es, desde luego, nada más que una oportunidad y a muy largo plazo -nadie puede por el momento pensar en el castigo a dictadores seguramente mucho más crueles que Pinochet, pero protegidos por países mucho más poderosos que Chile-, pero se trata de una oportunidad que ha generado un gran entusiasmo.

El principal esfuerzo que se ha hecho recientemente para una jurisdicción internacional de la justicia, el Tribunal Penal Internacional (TPI), nació este año seriamente amenazado por el voto contrario de Estados Unidos. La opinión pública necesariamente vio ese esfuerzo sólo como una oportunidad menor y remota de hacer justicia contra aquellos criminales a los que no se puede juzgar en sus países.

Frente a eso, la detención de Pinochet constituye un éxito inmediato y tangible. La complejidad de un organismo internacional como el TPI, que surge ya con la limitación para poder actuar con efecto retroactivo, poca competencia puede presentar ante la opinión pública frente a la imagen de un dictador humillado y cuando creía ser intocable, situado al borde de un juicio por genocidio y terrorismo. Un mundo resignado a la incredulidad y la desconfianza en los medios legales creyó ver en la London Clinic una ventana abierta a la esperanza.

La mayoría de los países de Europa y América Latina se han visto invadidos por esa esperanza. No ha sido tan claramente así en Estados Unidos. La Administración norteamericana es uno de los pocos Gobiernos occidentales en el que ninguno de sus miembros se ha pronunciado en respaldo de la actuación del juez Baltasar Garzón. Una obvia alusión del portavoz de la Casa Blanca a la necesidad de que los autores de delitos comparezcan ante la justicia fue lo único que, de conducto oficial, se ha escuchado en Washington. Entre los más influyentes diarios de tendencia liberal, The New York Times comprendió la necesidad de juzgar a Pinochet fuera de Chile, porque el ex dictador "ha intimidado suficientemente a las autoridades civiles de ese país como para escapar a un proceso allí", mientras que The Washington Post recordaba que "no son sólo los militares chilenos los que están perturbados por la detención sino otros que le agradecen el papel positivo jugado... para la evolución de Chile hacia una democracia próspera". The Wall Street Journal sugirió frontalmente que a quien habría que detener es a Fidel Castro.

La opinión mayoritaria entre los expertos norteamericanos es de preocupación por las consecuencias jurídicas de la detención de Pinochet."Creo que es bueno. Envía un claro mensaje a aquellos que pueden ser buscados por crímenes de guerra. Milosevic y otros como él probablemente lo pensarán dos veces a partir de ahora antes de salir de sus países. Pero, al mismo tiempo, da un poco de miedo", opina Robert Drinan, profesor de Derecho Internacional de la universidad de Georgetown. "Imaginemos que Jimmy Carter visita un país donde consideran que su política en la presidencia supuso una violación de derechos humanos o crímenes de guerra. Si las naciones empiezan a detener a dirigentes extranjeros por este tipo de crímenes, pueden producirse situaciones muy peligrosas".

Los norteamericanos, muy reacios en general a iniciativas internacionales sobre las que ellos no tengan pleno control, ven en la actuación española y británica el tipo de arrogancia de la que tan frecuentemente se les acusa a ellos desde Europa. Sería una especie de arrogancia democrática que, desde las mejores intenciones, sirve a los europeos para poner en orden en casa ajena algunos valores en entredicho.

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