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Consumismo electoral

JULIO SEOANE Hace años, resultaba bastante fácil elegir en política, entre personas, estudios y actividades, o en cualquier otro aspecto de la vida. Al fin y al cabo teníamos que decidir entre dos o tres opciones y lo peor que nos podía ocurrir era tener miedo a la libertad de tomar una decisión. Pero, en general, nos daban más miedo los mandones y los déspotas. Ahora la cosa está mucho más difícil porque la oferta es tan amplia, tan variada la carta que nos ponen delante, que parece que flotamos en un mundo donde todo es posible para nosotros. A veces la carta es tan exagerada que más bien parece un laberinto, con dos o tres salidas reales y muchas opciones para despistar. Por ejemplo, los servicios telefónicos. Cuando levantamos un teléfono puede ocurrir cualquier cosa. Te puedes encontrar con un fax, con una persona hablando, con una película en blanco y negro, con una emisora de radio o devorado por Internet. Es una especie de agujero negro incomprensible por su alta densidad de posibilidades, como le ocurre también a la factura correspondiente. Te cobran en función del día, de la hora, del servicio, te cargan la llamada a tres, te descuentan el contestador y, a veces, te desvían la llamada. Podemos elegir y hacer tantas cosas que, cuando levantamos un teléfono, tenemos la extraña sensación de hacer turismo de alto riesgo, al menos mientras el sueldo aguante. Pasaron los tiempos en que se podía zanjar una discusión con el famoso grito de ¡madre no hay más que una!, o aquellos en que un Hamlet neurótico se debatía entre ser o no ser. La ingeniería genética y la sociedad a la carta, ahora, nos ofrecen un mar de posibilidades. Lo mismo ocurre con las elecciones entre estudios y titulaciones, con la compra de un coche o el diseño que deseamos para nuestro computador personal. Todo está troceado en unidades pequeñas que podemos recomponer a nuestro gusto, pero empezamos a agotarnos en el intento. De la misma forma que parece agotador conocer día a día las intenciones de voto de los vascos. Ya no es suficiente con una campaña electoral, un par de sondeos y el día de la decisión. El consumismo electoral obliga ahora a vigilar las posibles decisiones cotidianas del electorado. Le sucede algo parecido a nuestro pacto lingüístico, que se podía haber realizado en un acto, puede que en dos, hasta en tres si me apuran mucho, como en los dramas clásicos. Pues nada, continuamos consumiendo y decidiendo pacto, con el riesgo añadido de que se convierta en adicción. Ahora estamos en la fase de las listas de la Academia Valenciana de la Lengua: ¿has visto la lista?, ¿tienes la lista?, ¿estás en la lista? Y después de la lista, ¿qué? Elegir es un magnífico ejercicio de libertad. Tampoco viene mal ampliar las alternativas de decisión, porque así eliges de forma más personal y adecuada. Pero prolongar inútilmente las decisiones sociales o ampliar las alternativas hasta el absurdo es una forma de empujarnos a elegir continuamente sin necesidad, agotar nuestra capacidad de decisión y dificultar así las auténticas decisiones importantes. Sencillamente, es consumismo electoral, un estilo de vida que favorece de nuevo a los que realmente mandan.

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