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Pimientos del arroyo

Los horrores de la estatuaria pública madrileña de los últimos años, denunciados por el pintor y escultor Eduardo Arroyo bajo el nombre genérico de "pimientos morrones", salpican calles y plazas como deyecciones estéticas y espesas del ente municipal, cagarrutas diseminadas por aquí y acullá, escatológicos homenajes, ultraje a la vista y abordaje al buen gusto de los sufridísimos viandantes, estatuas disuasorias, enanos, algo creciditos, y cabezudos hidrocefálicos en la pista del Gran Circo de Madrid, broncíneas pesadillas, zombis inmóviles y cenicientos que brotaron como hongos venenosos sobre la maltratada epidermis de la urbe.La estatuaria ecuestre nacional, herida de muerte tras enfrentarse al difícil reto de fundir soldados de plomo con la efigie del generalito durante casi cuarenta años, ha sido sustituida por una estatuaria pedestre y ramplona de monumentos sin monumentalidad alguna, más propios de la parcela urbanizada de un chalé adosado que de las calles de una capital europea.

La estatua chirimbolo, la miniestatua que más que glorificar caricaturiza al héroe, al sabio o al poeta y minimiza sus méritos, grandes hombres convertidos en gnomos de jardín o en cabezones de feria, retacos arquetípicos, próceres insignes que tienen, más que pedestal, picota donde son expuestos a la vergüenza pública.

Como ejemplo señero de tales sevicias destaca la estatua sambenito de don Arturo Soria, condenado en efigie al borde de la calzada de su degradada "Ciudad Lineal", castigado a contemplar cómo desaparecen los últimos rastros de su civilizada invención devastados por el pillaje de la especulación.

Pero no termina aquí la condena del ilustre ingeniero y urbanista que ha sido representado por el escultor miniaturista como un pacífico y anciano peatón que se dispone a cruzar la calle, su calle, por donde no debe, en medio del puente que salva la autopista de Barajas.

Más allá, al bulevar central de Arturo Soria le ha crecido inexplicablemente una fauna ibérica y estatuaria de corzos, rebecos y capras hispánicas que retozan impunemente sobre riscos artificiales, obras de un generoso escultor taxidermista que no sabía qué hacer con sus animalitos y se los donó al Ayuntamiento de la Villa para que pastaran en libertad pastoreados por don Arturo.

No todos los horrores escultóricos urbanos de nueva hornada son achacables al peculiar mal gusto del alcalde Álvarez del Manzano y sus consejeros (se trata de un mal gusto heredado), pero hay que reconocer el indiscutible celo de nuestro actual edil en poner su guinda personal sobre todos los pasteles de la ciudad.

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A la chita callando y a veces con nocturnidad y alevosía, esquivos trabajadores municipales han ido diseminando sus caquitas artísticas en parques y jardines, encrucijadas y rincones, sembrando el pasmo de los vecinos de la zona con sus repentinas apariciones.

Discretos monumentos erigidos con discreción para no levantar públicos clamores como los que se alzaron contra la iniciativa municipal de erigirle una estatua pirulí a la Virgen en el parque del Retiro para compensar la influencia maléfica del "Ángel Caído". Entonces el alcalde hubo de retirar su iniciativa abroncado por ciudadanos críticos y agnósticos, pero aprendió la lección y no flaqueó en su monumental cruzada contra el Maligno.

Dentro de unos meses, por ejemplo, con el beneplácito de Dios Padre, a través de sus representantes en la diócesis madrileña, y las albricias de la autoridad municipal competente, un nuevo monumento piadoso disipará rotundamente las influencias luciferinas de la estatua del Retiro, como un fetiche sacro, como un amuleto bendito.

Junto al Obispado, a dos pasos del pastel de la Almudena y de la tarta de la plaza de Oriente, se levantará el monumento al Papa, a Juan PabloII, un monumento inmune a las críticas porque se levanta en terreno sagrado cuyo proyecto si yo fuera dios, papa, obispo, o al menos alcalde, no dudaría en encargar al pintor Eduardo Arroyo como penitencia por sus deslenguadas críticas.

Así sea.

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