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La otra Luftwaffe

Antonio Muñoz Molina

ANTONIO MUÑOZ MOLINA Unas de las pocas y grandes alegrías de la última semana ha sido, inesperadamente, el ruido de una explosión. Yo no he llegado a escucharla, pero he visto su humareda en una foto de este periódico, y desde tan lejos me ha sacudido la alegría como una poderosa onda expansiva. En Almería volaron la mañana del sábado el horrendo edificio Trino, y apenas el viento empezó a disipar el humo de la dinamita y el polvo de los escombros, apareció al otro lado el mar, como un prodigio recobrado. Leo en estas mismas páginas que fue una explosión limpia, rápida y perfecta: esa misma mañana, cuando la gente saliera a la calle, descubriría con asombro que el horizonte se había vuelto mucho más grande, el horizonte increíble del mar y de la costa de Almería, que tiene algo de extremo del mundo y de recuerdo de su origen, con esa elementalidad del azul metálico del agua y de las rocas desnudas que se vuelcan a pico sobre ella. Yo vi ese edificio la primera vez que estuve en Almería y me acordé de esas palabras de Chesterton que la arquitectura moderna nos obliga tantas veces a repetir: en el confín del mundo hay una casa cuya sola arquitectura es malvada. En el confín de Andalucía, en esa ciudad que tiene algo de colonia entre el mar y el desierto, de enclave europeo en el norte de África, y que se prolonga hacia el mar, para darnos todavía una impresión más fuerte de límite, en el armazón del puente minero del ferrocarril, aquel edificio era una cosa fea y vengativa, una profanación que lo insultaba a uno con todo el énfasis grosero de su tamaño. Estaba claro que lo habían construido justo allí no ya para especular, sino para molestar, para privarle a la gente de la alegría gratuita de los ojos, del derecho de mirar el horizonte del Mediterráneo. Ahora lo que hace falta es que cunda el ejemplo. Una sola brigada de explosivos puede ser más beneficiosa para nuestro patrimonio y nuestros paisajes que todo un equipo de restauradores. Joseph Brodsky, que fue no sólo un poeta magnífico, sino también un escritor en prosa de una altura y una irreverencia admirables, escribió en su libro sobre Venecia que los arquitectos habían hecho más daño a las ciudades europeas que los pilotos de la Luftwaffe. No seré yo quien suscriba esa opinión, no vaya a merecer de nuevo las iras de un gremio tan proclive a la susceptibilidad -y no me refiero a los ya ancianos ex aviadores alemanes-, pero he de confesar que la foto del edificio dinamitado en Almería me ha hecho concebir belicosas imágenes de otras demoliciones y humaredas. En los años sesenta y setenta -y en los ochenta también, para vergüenza de los municipios democráticos- la moda de los derribos afectó sobre todo a una gran parte del mejor patrimonio de nuestra arquitectura, no sólo a edificios de antemano respetables, monumentales, firmados: tan dolorosa como la destrucción de un palacio renacentista es la de tantas casas anónimas en las que se manifiesta el genio insuperable de la arquitectura popular, que es la destilación de una forma única de mirar las cosas, de instalarse en el mundo, de adaptarse a las condiciones exactas de cada lugar y cada clima. Un bloque de oficinas con aire acondicionado, ángulos rectos y muros de cristal, es una cosa hermética que se repite igual en todas partes, lo mismo en Brasilia que en Oslo: una casa popular bien concebida y bien hecha pertenece tan arraigadamente al medio donde se ha levantado como un árbol a la tierra. En un mediodía de verano, un patio con columnas de Sevilla o de Córdoba es un simple milagro de racionalidad y frescura, como esas calles de trazo sinuoso que en verano dan sombra y en invierno resguardan de los embates del viento. La excavadora y la dinamita fueron inmisericordes con la trama de las ciudades y los paisajes del campo. En Granada, a principios de los años setenta, unos constructores vándalos convirtieron en socavón y ruina nada menos que el Carmen de los Mártires, que era un parque popular y romántico en la misma colina de la Alhambra. Un cuarto de siglo después, cuando justo al pie de esa colina se ha levantado otro adefesio, la voladura de Almería señala tal vez un camino, si no para la restitución de lo que ya está perdido, sí al menos para una cierta revancha. No podremos ver de nuevo los edificios derribados, pero sí al menos algunos de los horizontes que el hormigón nos ocultó. Ahora, cuando paseo por algunas calles de Granada o cruzo en taxi la Vega, camino del aeropuerto, me quedo mirando tantas construcciones infames y pienso por primera vez en mi vida en las ventajas estéticas de la dinamita.

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