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Ochenta años

El octogésimo aniversario de la Revolución de Octubre llega en el peor de los momentos. Todo lo que el comunismo soviético quiso abolir, puja y empuja cada vez con más fuerza. El neoliberalismo economicista gana batallas que hace años hubieran sido impensables; el opio del pueblo -la religión- gana adeptos, aunque sea en formas contaminadas o no ortodoxas; la producción industrial del arte lo convierte de modo creciente en mercancía; la gran potencia del capitalismo es ya el gendarme indiscutido del planeta en máxima expresión de imperialismo según el análisis clásico: la remodelación de la OTAN no ha sido, en el fondo, otra cosa; el reparto mundial de la pobreza progresa rápidamente hacia crecientes niveles de desigualdad. Nos encaminamos a un mundo radicalmente no comunista; ya no es necesario que sea anticomunista. La socialdemocracia, que sirvió de baluarte contra la expansión soviética, incorpora formas ideológicas cada vez más pudorosas.No, no son tiempos de celebración. Lo que sabíamos desde al menos 1968, si es que no fue suficiente con la invasión de Hungría en 1956 o, más atrás, con el pacto germano-soviético de 1940, no ha hecho sino confirmarse tras el derrumbamiento de la URSS: el Estado soviético surgió desde el principio como un aparato de dominación social que incorporó las formas y usos del zarismo. Stalin fue mucho más cruel que Lenin, pero sólo cuantitativamente: Lenin consideraba necesario llevar a cabo la operación quirúrgica que la sociedad exigía al precio que fuera, con los medios oportunos en cada momento.

El estalinismo no fue una desviación del sistema, sino su coronación o culminación, una vez muertos, suicidados o ejecutados los primeros e ilusionados héroes del octubre rojo. La interpretación judaica del partido como espíritu santo de la revolución llevaba inexorablemente a la dictadura, personal o de un grupo, da igual. Una gigantesca estrategia informativa hizo de la URSS la patria de los trabajadores, y millones de hombres en todo el mundo soñaron con ella y, llegado el caso, fueron capaces de dar la vida por su bandera.

Pero estos hombres no eran sanguinarios, ni crueles, ni maquiavélicos; eran gente hambrienta de justicia hastiada de la injusticia capitalista, dispuesta a hacer verdad la olvidada "fraternidad" de la Revolución Francesa. Esta gente no murió o entregó su vida por nada. Se inmolaron por un sueño y poco importa que algunos se encargaran de mancharlo. El sueño sigue en pie, porque es un sueño lleno de grandes preguntas, preguntas que siguen sin ser respondidas, como señaló Octavio Paz.

Nada hay que oponer a la igualdad efectiva de los hombres. Nada, hay que oponer al hecho de que todo ser humano, por la mera razón de serlo, tenga garantizada una existencia mínimamente digna.

Nada hay que oponer, en fin, a que todos tengan acceso a la verdadera cultura, que es emancipación, que es libertad. Nada hay que oponer científicamente hablando. He dicho "científicamente" y eso significa pasar por encima de los Hayek, Popper y demás santones del neoliberalismo economicista. Significa pasar porque nada han podido decir contra las grandes aspiraciones del sueño comunista. Han manejado, sí, a su antojo la historia para concluir que la desigualdad es necesaria si se quiere evitar el triunfo del burocratismo- y el del estalinismo.

Pero el individuo no es nada en medio de las grandes corrientes multinacionales que lo utilizan como quieren. No es nada el ciudadano de Filadelfia o de Londres, pero aún lo son menos los mendigos o semimendigos de las favelas de Río, de los cinturones de, Bogotá, Caracas o Ciudad de México, o las masas desheredadas de la India.

Bella victoria la del capitalismo bendecido por los Hayek, Popper, etcétera. Algo conviene precisar: la muerte del comunismo soviético no equivale a la muerte del comunismo ni, desde luego, a la del socialismo. Murió un modelo de capitalismo de Estado: eso fue, eso ha sido todo. En este sentido, el octogésimo aniversario de la Revolución de Octubre es una fecha, si no para celebrar, sí para reflexionar al menos.

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