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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La semana francesa

CON LA perspectiva de fondo de la Unión Monetaria a poco más, de un año, el paro reaparece como objeto de especial preocupación en Europa. Esta inquietud tendrá su expresión institucional más completa en la cumbre de Luxemburgo del próximo 21 de noviembre. El foco del debate sobre las terapias para combatir esta plaga social está hoy en Francia, cuyo primer ministro, Lionel Jospin, ha anunciado que a partir de enero del año 2000 la semana laboral máxima será de 35 horas. Como era de esperar, la decisión de Jospin, que tendrá carácter obligatorio para todas las empresas con más de 10 trabajadores, ha abierto una cruda polémica, en la que los empresarios -y no sólo los franceses- desempeñan el papel de opositor radical, y los sindicatos, el de coro de entusiastas.Es indudable que el desempleo es el principal problema económico europeo. En la UE hay actualmente casi 18 millones de parados y su tasa de paro, el 10,6%, casi duplica la de Estados Unidos. En el caso de España, la situación es mucho peor, con una tasa del 20%, que ni siquiera en los periodos de crecimiento económico más elevado se ha logrado reducir por debajo del 16%. En consecuencia, el debate sobre los tratamiento! que pueden reducir esta patología en Europa es más necesario que nunca. La sociedad tiene ya plena conciencia de que es un problema estructural.

En este debate hay elementos sobradamente conocidos. El más importante cuando se trata de comparar las cifras europeas con la reducida tasa de paro en EE UU es la extrema flexibilidad -de despido movilidad funcional y geográfica- que tiene el mercado laboral norteamericano. Otro factor decisivo a tener en cuenta es la productividad, y con ella, la jornada laboral. Estos y otros factores, distintos en cada país, hacen que cada Gobierno deba arbitrar su propia mezcla de terapias si quiere tener éxito.

La reducción de la jornada semanal de trabajo es una pieza más del tratamiento, que no debe minusvalorarse por principio. La virulencia con que ha sido rechazada por las organizaciones empresariales francesas refleja, en primer lugar, una percepción confusa de las virtudes, que se pretenden milagrosas, de trabajar 35 horas semanales. Está claro que la reducción de jornada no aumentará el empleo por sí misma; se trata de saber si, junto con otras medidas, mejorará la situación. También es evidente que una rebaja de la jornada laboral exige cumplir unas condiciones previas, como reducir el número de horas extraordinarias trabajadas.

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El Gobierno francés, con el primer ministro, Lionel Jospin, y la ministra de Empleo, Martine Aubry, a la cabeza, tampoco ha estado muy afortunado a la hora de ejecutar políticamente una decisión de tanta trascendencia. A pesar de que los empresarios y los sindicatos participaron en la reciente cumbre de Matignon, en cuya mesa se elaboró intelectualmente la propuesta, no parece que las autoridades económicas galas hayan conseguido un grado aceptable de acuerdo entre los empresarios. Quizá porque la reducción de horas trabajadas no va acompañada de una rebaja equivalente de los salarios, como era lógico para potenciar el reparto del empleo existente.

La polémica sobre la reducción de jornada no ha entrado con buen pie en España. Tan nocivo para el debate es la insustancial respuesta del Gobierno, que se ha apresurado a descartarla, como la impaciencia irreflexiva de los sindicatos, fervorosamente dispuestos a considerar que es la piedra filosofal contra el paro. Josep Piqué, ministro de Industria, ha rechazado la iniciativa francesa en unas declaraciones precipitadas, asegurando que "hemos tenido experiencias y los resultados han sido muy malos". Tan apresurados argumentos continuaban las declaraciones despectivas del secretario de Estado, Miguel Ángel Rodríguez, en las que aseguraba que España no debía cambiar la política contra el paro y defendía implícitamente la tesis de que el único remedio para aumentar el número de puestos de trabajo es el crecimiento económico. Esta visión, que tan tercamente mantiene el neoliberal -en esto sí- Gobierno de Aznar, contradice toda la experiencia económica conocida, que pone de manifiesto la inexistencia de una correlación automática entre crecimiento y reducción del paro estructural. El crecimiento es condición necesaria, pero no suficiente.

La conclusión es ilusionante para Europa y decepcionante para España. Mientras en Europa se abre paso una inquietud creciente sobre el desempleo, se propicia un debate y se advierten los deseos de experimentar fórmulas para combatirlo, el Gobierno de Aznar mantiene un rancio inmovilismo, apegado al crecimiento como única esperanza para más de dos millones de parados. La ilusión que no recoge el Gobierno deberían recogerla con urgencia los agentes sociales.

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