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Por una nueva política social

Una liberalización de la economía sin una contrapartida social es inaceptable; mantener la economía dirigida y el social-estatalismo en un mercado europeo y mundial abierto es imposible. Cogida entre estas dos realidades, Francia está inmovilizada, paralizada y desmoralizada; se considera la víctima impotente de fuerzas externas. Ningún otro país tiene una conciencia tan desesperante de su crisis y de sus contradicciones. Esto se explica por el constante papel predominante del Estado francés tanto en la industrialización del país como en las reformas sociales, y sobre todo por el desdoblamiento de personalidad en el que Francia se ha hundido desde 1974, que se manifestó de forma aguda en 1981 y en 1995. Para salir de este atolladero, ante todo hay que rechazar las dos posiciones antes mencionadas, que son contradictorias e inaceptables. Hay que rechazar un liberalismo económico desprovisto de una política social de integración nacional y de protección de los más débiles. Y hay que alejarse con la misma claridad del social-estatalismo, porque la intervención estatal ha perdido sus dos justificaciones: la eficacia económica y la búsqueda de la igualdad social.Observar esto es indispensable para librarse de las desilusiones de los últimos años, pero sería inútil e incluso peligroso si no va acompañado de la definición de una nueva política social. Ésta podría organizarse en tomo a cuatro ideas que se convierten fácilmente en objetivos.

1. Nuestro éxito económico depende de nuestra competitividad en los mercados mundiales, pero ésta, a su vez, depende en gran medida de nuestra capacidad para movilizar todos nuestros recursos internos a fin de garantizar nuestro desarrollo económico. Hagamos más caso a los líderes japoneses que a los estadounidenses. Un alto nivel educativo, escasas desigualdades sociales, una fuerte conciencia nacional y la capacidad para prevenir las crisis y las rupturas que amenazan a todos los sistemas complejos son las condiciones internas del éxito en el exterior. Cuanto más desarrollado es un país, menos se explica su éxito por la simple acumulación del capital y del trabajo, y su crecimiento tiene que ser más autosuficiente y más duradero o sostenible, es decir, que depende cada vez más de factores sociales, políticos y culturales. Quienes sólo hablan de liberalización y de globalización cometen un grave error de apreciación, como demostró Elie Cohen. Queda así planteado el principio central de una nueva política social: en vez de compensar los efectos de la lógica económica, ésta debe concebirse como condición indispensable del desarrollo económico.

2. En consecuencia, el desarrollo depende menos de los planes elaborados al más alto nivel por el Estado y el big business (las grandes empresas), que están, en crisis abierta por doquier, y mucho más de la creatividad de la sociedad. Las nuevas tecnologías, al igual que el creciente poder de los nuevos países industriales, hacen inevitable la disminución del empleo, sobre todo el no-cualificado o semicualificado, en las grandes empresas industriales, bancarias o administrativas. Es en las pymes, en los servicios a las empresas o a los hogares, donde se crean nuevos empleos, en especial los relacionados con las nuevas tecnologías. En EE UU, la transferencia de empleos hacia las pequeñas empresas es masiva; en Francia tendrá que pasar, lo que implica un cambio profundo del modo de intervención económica del Estado y un abandono del "mecano" que sedujo a tantos Gobiernos, en especial al de Edith Crésson.

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3. Las políticas propiamente sociales deben tener un objetivo central: disminuir las desigualdades. Aquellas que no tienen un efecto de redistribución deben abandonarse o limitarse. Esto requiere una autocrítica valiente de todos los grandes organismos de intervención social, desde la Seguridad Social hasta la educación nacional. Por último, hay que aceptar que una política concreta de equidad es preferible a una política abstracta e inoperante de igualdad y que el espíritu democrático impone medidas de discriminación positiva.

4. De modo más general, hay que sustituir la imagen centralizada y que tiende a la uniformización del individuo ciudadano poseedor de unos derechos y sometido a deberes igualmente abstractos, es decir, desligado de las circunstancias sociales y culturales reales -lo cual reduce la vida social a las relaciones del individuo y del Estado- por la imagen inversa de una relación lo más directa posible entre la identidad personal o colectiva y el universo abierto de la técnica, de las redes de comunicación y de los mercados. Cuanto más se habla de integración y de espíritu republicano más se destruye la diversidad de las culturas y de las distintas personalidades, que es la única que puede proporcionar eficacia a una sociedad democrática, es decir, en la que la iniciativa y la razón provienen de abajo más que de arriba.

Este análisis de las orientaciones de una nueva política social debe completarse con unas observaciones más políticas, sobre el modo de pasar de la vieja representación de la sociedad, en proceso de descomposición pero que aún surge como un escudo frente a las amenazas del mercado, a la nueva. La estrategia para la transición de lo que podría llamarse la vieja política de izquierdas a la nueva conlleva tres aspectos principales.

1. El primero es la aceptación real de las nuevas condiciones de la vida económica internacional. Reducir de forma duradera los déficit del Estado es indispensable para asegurar el éxito de una economía europea integrada. Si no conseguimos entrar en el curo, veremos cómo nuestros tipos de interés se disparan y las inversiones se ralentizan. Si continuamos aceptando un fuerte déficit público, imponemos a nuestros hijos un descenso brutal de su nivel de vida, pues les hacemos pagar los intereses de nuestro consumo excesivo o de nuestra falta de previsión. El Gobierno de Lionel Jospin estuvo doblemente acertado en Amsterdam al solicitar una política activa de empleo y al aceptar las implicaciones del Tratado de Maastricht "en sus tendencias", aunque haya que darle una interpretación abierta.

2. También hay que dar prioridad real a la creación de empleo, es decir, pasar de una política del paro a una del empleo, lo cual implica transformaciones en todos los ámbitos en los que interviene el Estado.

3. Pero también es necesario garantizar la continuidad entre la antigua y la nueva cultura política evitando toda ruptura. En este aspecto, el Gobierno de Jospin se presenta como el más apropiado para la situación actual. No es ni totalmente modernizador ni completamente arcaizante. Representa a una izquierda plural, es decir, en la que la conciencia de las necesidades presentes se une a la defensa de los logros e incluso del vocabulario del pasado. Jospin une tanto en su retórica como en sus convicciones el tradicional apego al "pueblo de izquierdas" que aún sueña con 1981 y la voluntad de hacer que sean coherentes entre sí las exigencias de la economía y las demandas sociales.

Confiemos en la astucia de la historia, pero a condición de tener clara conciencia -a lo que los intelectuales deberían contribuir con fuerza- de la necesidad de pasar del viejo modelo de política social a uno nuevo. Si no lo creamos rápidamente, volveremos a sumirnos en unas crisis cada vez más paralizantes socialmente y peligrosas políticamente.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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