_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Verbenas

"Las verbenas ya no son como antes...", que dirían los amargados viejecitos del anuncio televisual, pero vuelven en primavera y verano, invocando o no el nombre del santo de turno. Travestidas, casi irreconocibles a veces, con muchas de sus antiguas atracciones en trance de desaparición, se apuntan hoy al vértigo que desatan motores anónimos y desalmados. Las brujas que animaban los "trenes fantasma" con sus escobas se han jubilado mayoritaria mente para dejar paso a sosísimos muñecones "extragalacticos", los infortunados ponis de carne y hueso que giran y giran en los tiovivos de hogaño sirven para iniciar a los niños de este extraño país en el gozo o al menos la indiferencia ante el sufrimiento de los animales, los refrescos (le Tío Sam reemplazan la sangría, el vino peleón y la "limoná" de antaño, y así sucesivamente.¡Claro que no son como antes! Yo recuerdo con especial afecto la de La Moncloa (que era a la sazón una explanada, jovenzuelos), y no sólo por las cándidas emociones de paradas por los coches de choque, los carruseles, columpios, norias, güitema, etcétera, sino por la inolvidable felicidad que me producían aquellas cenas familiares transportadas reverentemente en sus tarteras hasta el primer quiosco del paseo de Moret, junto a las frondas del parque del Oeste, muy cerca del lugar donde hoy reside una numerosa comuna de mendigos y realiza sus gracietas cotidianas un exhibicionista bastante bien dotado, según numerosos testimonios, pues tampoco el parque del Oeste es como antes. De la verbena de San Antonio conservo rememoranzas tirando ya a púberes, y mis gozos, ¡quién fuera Jesulín-guiñol!, resultan más difíciles de definir, aunque intentaré, al menos, plasmarlos. Verán, desde la ermita al Puente de los Franceses, entre el Manzanares y la avenida de Valladolid, una extensa "terra de nadie" arbolada proporcionaba generoso cobijo a las gentes de la farándula, así como ciertas posibilidades pecaminosas (o, al menos, "ocasiones próximas de pecado", que decían los "padres espirituales") a los muchachitos madrileños en los albores de la adolescencia. El sañudo ataque frontal a las chicas que pilotaban cochecillos de choque tenía siempré, aunque aún no se hubiera leído a Freud, visos de violación en grado de tentativa, el más sosegado y baboso ojeo de columpios y similares "por si las bragas" era todo un ejercicio de voyeurismo, y así sucesivamente. Sin embargo, nada de esto podía compararse con el rijoso deambular por entre los carromatos-vivienda de la trashumancia atisbando el cotidiano vivir de sus moradores. Porque los salidos chavales de entonces éramos, quiéraslo o no, hijuelos del franquismo y los buenos hermanos maristas, se nos imponía la castidad por decreto-ley, pero, jo, ¿quién le aseguraba a uno que no pudiera de pronto asomarse a la puerta de su morada ambulante una de estas mujeres, nómadas y libres como los pájaros,- prendarse en el acto de ti o invitarte a seguirla al interior de sus aposentos, recurriendo quizá a la frase "chatórum, morenórum, ven¡, ven¡", popularizada por un chiste de la época? Jamás sucedió, pero la esperanza es lo último que se pierde. Además, cierta mañana de atroz canícula sorprendimos a una mozuela gitana y más bien garrida (o, al menos, eso nos pareció), en enaguas, haciendo sus abluciones con ayuda de una palangana. Fue una jornada memorable y casi nos da un síncope.

Pero eso no es nada. Pocas noches después, mis mayores (¡milagro!) me permitieron volver a la verbena con la única protección y compañía de un tal Manolo, yerno de la portera, borrachín y algo pendenciero, qué guay (expresión que no se había inventado todavía). Entramos en un modesto cubículo de lonas, iluminado pálidamente por un farol de carburo, para contemplar los "misterios de la naturaleza", que así rezaba el rótulo. La protagonista del misterio era una señora o señorita al parecer preñadísima, tumbada panza arriba, y sobre la susodicha panza cabalgaba una especie de periscopio. Mirando por la lente se veía el presunto feto que llevaba en sus entrañas, ¡caray! Y luego el teatrillo, tipo saloon del Oeste, en cuyo escenario se meneaban unas mujeres gordas: ¡el vaivén', gritaban los espectadores, enfervorizados, y ellas, adorables, movían risueñas los senos y hasta los cosenos, caray y caray.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_