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Niños criminales

Un niño con 10 años se considera ya, en Gran Bretaña, que ha alcanzado la edad penal y puede ser juzgado en consecuencia. En Estados Unidos niños de 13 años, culpables de asesinato, comparten cárcel con los adultos y la edad media del delincuente se cifra en menos de dieciséis años. Casi por todas partes los niños que se veían como una bendición del cielo reaparecen como posibles rostros de alguna fuerza infernal. Hace unos días, en un acto de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción, reapareció el problema de la violencia juvenil y los ataques sexuales a cargo de niños. No hacía entonces una semana que en Gran Bretaña cinco escolares de nueve y diez años habían violado a una compañera de nueve. En ese país, en Francia, en Estados Unidos, en España, crecen los casos de apaleamientos y navajazos en las escuelas. Una vez las víctimas son parte de otra banda y otra vez son los profesores a quienes se queman los coches, se les empuja por las escaleras o se les acorrala en las esquinas.Los educadores y psicólogos ponen el énfasis de este problema en la desintegración de la familia y, en segundo lugar, en la desorientación de las escuelas. En pocas ocasiones, sin embargo, aparece la televisión como la fuente capital. Soñar con que la familia recupere su papel de control y su intensidad educativa es ilusión. Pensar en que la escuela sea lo que fue, con educadores integrales, es, igualmente, fantasía. Lo único que no es ficción es justamente la ficción televisiva.

Desde el fin de los años sesenta ni la familia ni las aulas son aquéllas transmisoras de valores cívicos que hacían entrar en cintura a los relapsos. Ni los padres, al fin de siglo, disponen de tiempo o de sistema eficaz para formar, ni los profesores recuperan su condición de guías morales. Los niños se hacen la moral por su cuenta o, mejor, se la hacen a medias con la televisión, ese sujeto con el que comparten más tiempo, del que reciben mayores fascinaciones y poder de persuasión.

Seguir considerando el influjo de la televisión como un entretenimiento secundario es cerrar los ojos al hecho de que esa potencia es, por su enorme presencia y penetración, la sustancia básica de la que se alimentan las conciencias infantiles.

Los niños matan, violan, roban, asaltan, se drogan a imagen y semejanza de las imágenes que les suministran determinados menús de la pantalla. Juegan a violadores o asesinos llevando el juego hasta el final tal como ven cumplirse en las imágenes.

Mientras buenos padres dedican acaso treinta minutos diarios a hablar con sus hijos, la televisión les consagra tres y cuatro horas y, ciertamente, con más atracción ante sus ojos que los consejos de papá o mamá. No aceptar la participación de los miles de crímenes que se lanzan desde la televisión sobre los centenares de crímenes de que son protagonistas los chicos sería creerlos inanes. Si ese bombardeo de conocimientos no les enseñara nada, ninguna otra cosa podría enseñarles la mitad.

Podría, sin duda, la televisión mostrarles otras cosas mejores pero, de acuerdo con las leyes del mercado, no lo hace ni lo hará de propia voluntad. Podría efectivamente animarles a ser más solidarios, más tolerantes, cordiales y pacíficos, pero tiende a conformarlos como seres agresivos, individualistas, irreflexivos y duros.

El gran maestro de nuestro tiempo es la televisión. Y nadie, cuando recae en la abyección, lo expulsa. Sigue ahí entronizado sobre las basuras de una coartada barnizada con el subterfugio de la libertad de expresión. Por el mismo silogismo liberal, las drogas, las armas, la difusión del mal, la apología del terrorismo, la celebración del asesinato tendrían derecho a ser propagados. Que esta televisión inicua goce de inmunidad y descontrol es uno de los peores reflejos del desconcierto moral de nuestro tiempo. ¿Cuántos casos más de muertes y aberraciones infantiles habrán de padecerse aún a causa de programas inicuos para que la sociedad tome en cuenta la gravedad de esta escuela primaria de la degeneración?

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