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La línea divisoria

En todas las situaciones políticas conflictivas, el problema más importante es saber identificar con claridad la línea divisoria principal que separa a los sectores en conflicto. Esto es lo que hoy está fallando en Euskadi. ¿Cuál es allí la línea divisoria principal? ¿La que separa a los demócratas de los totalitarios terroristas? ¿La que enfrenta al nacionalismo vasco contra el viejo nacionalismo español? ¿La que divide a los ciudadanos vascos nacidos en Euskadi de los ciudadanos vascos nacidos en otras tierras? Ésta no es una mera cuestión teórica, sino un asunto de vida o muerte, porque el siniestro terrorismo de ETA sigue golpeando, la violencia se extiende por las calles de pueblos y ciudades, surgen tremendas tensiones en una sociedad que vive mucho del pasado pero que necesita con urgencia aclarar su propio futuro y, en medio de todo ello, las líneas divisorias se encabalgan, se mezclan y se contradicen.Euskadi goza del autogobierno más amplio y más libre de su historia moderna. Y esto ha sido posible porque en los momentos finales del franquismo y los iniciales de la transición, cuando tantos agravios históricos estaban todavía vivos y coleando, los demócratas de toda España supieron definir con claridad y lucidez la auténtica línea divisoria de aquel momento. Durante décadas en Euskadi, en Cataluña y en toda España habíamos sufrido las duras consecuencias de la rotunda línea divisoria establecida por el franquismo y resumida con la fórmula elemental y terrible de "lucha contra los rojos y los separatistas". En nombre de una pretendida unidad de la patria y de un nacionalismo español reaccionario, la derecha ultramontana había otorgado al Ejército el título de salvador de aquella patria y le había encargado la tarea de destruir a las fuerzas de la izquierda -"los rojos"- y a los nacionalismos catalán y vasco -"Ios separatistas"-. El resultado fueron cuarenta años de dictadura militar, la destrucción de una República asediada y una espantosa guerra civil.

En aquellas condiciones era lógico, pues, que la lucha contra el franquismo se plantease no sólo como una confrontación entre derecha e izquierda, sino también como una confrontación entre unos nacionalismos democráticos y el tremebundo nacionalismo español de las glorias imperiales. Pero la lucidez de los demócratas y, por encima de todo, de las gentes de la izquierda, consistió en no separar ambas cosas, en no librar dos batallas distintas que nos podían dividir, sino en unirlas todas en la confrontación suprema, o sea, en la lucha por la democracia contra la dictadura.

Gracias a ello se consiguió unificar la oposición al franquismo, desgajar de éste a los sectores reformistas, marginar a la derecha extrema y abrir un proceso que condujo a la democracia, y que, con ella, permitió buscar y encontrar soluciones adecuadas mediante la transformación del viejo Estado centralista y reaccionario en un Estado de las autonomías democrático y avanzado. Si todo se hubiese quedado en una lucha entre el viejo nacionalismo español ultramontano y los nacionalismos periféricos, hoy no tendríamos ni democracia ni autonomías. Si las tenemos es porque se supo llevar la línea divisoria principal a su justo, nivel, a la confrontación entre partidarios de la democracia y enemigos de ella. Todo esto es bien conocido y sí lo recuerdo es porque sabíamos que la puesta en marcha de una forma de Estado inédita en España no sería un camino de rosas, que las líneas divisorias entre nacionalismos confrontados no desaparecerían fácilmente, que habría tensiones y violencias y que los demócratas sólo podrían manejar el cambio si permanecían unidos en lo esencial.

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Esto es lo que hoy se ha roto en Euskadi. Tras unos años muy difíciles, con un terrorismo implacable que cerraba todos los espacios, pareció que la unidad de los demócratas se consolidaba definitivamente con los pactos de Ajuria Enea y Madrid. Con ellos, la lucha contra el terrorismo se convirtió en el eje fundamental de la política vasca y tras el éxito de Bidart pareció que ese terrorismo estaba herido de muerte y que con un nuevo esfuerzo unitario se le podía rematar.

En vez de ello, los firmantes de ambos pactos se enzarzaron en una dura confrontación política y electoral sobre los GAL, y lo que tenía que haber sido una respuesta firme y contundente en el plano judicial a las acciones criminales de sus integrantes y un replanteamiento sereno de un problema que todos los Gobiernos de la democracia, heredaron del franquismo se convirtió en una desaforada campaña de deslegitimación del Gobierno del PSOE, en la que el PP llevó, de manera irresponsable la voz cantante. Con ello, la línea divisoria principal se debilitó, estallaron las contradicciones entre los demócratas y se abrió una enorme brecha que el terrorismo aprovechó inmediatamente.

Con las elecciones de 1996, la cosa se complicó todavía más. Tras una dura pelea electoral entre el PNV y el PP, que se presentó como una confrontación entre nacionalismo vasco y nacionalismo español, ambos partidos pactaron de la noche a la mañana y sus electores respectivos se quedaron con el grito y el gesto congelados y la mente perdida. Era de prever, pues, que el PNV intentaría recuperar su imagen, reanimar a los suyos y no dejarse ganar terreno por HB y ETA, con una fuerte ofensiva nacionalista. Y que el PP haría lo mismo, pero en sentido opuesto. Esto es lo que han hecho, y podríamos decir incluso que se entiende, aunque no se comparta. Pero el problema es hasta dónde llega esta ofensiva de unos y otros, cuál es su límite, porque su efecto inmediato ha sido otra vez confundir las líneas divisorias y dejar la principal en segundo plano.

Llegados a este punto, uno se pregunta si se pueden recomponer las cosas sin entrar en serio en los problemas de fondo. Cuando el presidente del PNV, el señor Arzalluz, dice, por ejemplo, que uno de los signos de identidad irrenunciables de su partido es el reconocimiento del derecho de autodeterminación está diciendo lo mismo que HB y ETA. La diferencia, fundamental desde luego, está en que el PNV lo quiere ejercer por vía pacífica y HB y ETA lo quieren imponer mediante el terrorismo. Pero, de hecho, ésta es una reivindicación abstracta y nadie de los que la propugnan sabe decirnos si su reconocimiento y su ejercicio son convenientes o no para el progreso de una sociedad compleja como la vasca.

El derecho de autodeterminación es un concepto jurídico-político complejo y contradictorio que carece de sujeto, pues no se sabe de antemano quién lo va a ejercer. ¿Cómo se define, pues, su titular? ¿Mediante la violencia? ¿Mediante el consenso? ¿Mediante la imposición de una parte de la sociedad sobre la otra? Por otro lado, ¿por qué se asocia la autodeterminación con la paz? ¿Es que el ejercicio de este derecho no dividiría inevitablemente a la sociedad vasca en dos polos opuestos y confundiría totalmente las líneas divisorias? ¿Es que alguien cree que ETA dejaría de matar y extorsionar si un eventual ejercicio del derecho de autodeterminación no diese el resultado que el terrorismo desea? Y por encima de todo, ¿es que esto tiene algo que ver con la nueva Europa que intentamos crear por encima de sus fronteras ancestrales? En definitiva, ¿no ha llegado el momento de plantearse este y otros problemas sin las ataduras del pasado, sin mezclar los grandes conceptos con los movimientos tácticos, sin confundir el País Vasco de hoy con el de ayer, sin perder de vista el futuro de una sociedad que ya no es la de hace 30 años, cuando ETA surgió de los aledaños del PNV en un país humillado y ocupado por la dictadura?

Se me dirá que hoy no se puede discutir todo esto libremente porque el clima creado por el terrorismo no lo permite. Es posible, pero también se puede plantear el asunto al revés: que la discusión libre de estos y otros problemas de fondo es una de las condiciones necesarias para derrotar a ETA. Los terroristas saben que la democracia sólo puede ser vencida si sus partidarios y defensores se dividen, o sea, si no se ponen de acuerdo sobre la verdadera línea que les separa de sus adversarios. Por ello, los demócratas, si de verdad quieren derrotar a los totalitarios, deben tener claro que esta línea divisoria fundamental se resume en un concepto claro y contundente, a saber: que la esperanza de la democracia es que los totalitarios pierdan toda esperanza de conseguir sus objetivos mediante el terror.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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