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Vuelve la predestinación

Fernando Savater

Habrán notado ustedes que quienes con más amargura lamentan el sempiterno "silencio de los intelectuales" lo que echan de menos es su protesta o su indignación, no sus raciocinios. Al contrario: si el llamado intelectual demora su toma de partido con análisis responsablemente minuciosos de la situación que le apremia, será rechazado por tibio o por liante. Triste consecuencia de ello es que suele ser más gratificante y mejor considerado firmar un manifiesto que sopesar con cierto detenimiento cara al público la encrucijada de valoraciones en que nos movemos. De modo que el intelectual, que podría ser hasta profesor de ética en ciertos casos, guarda la primorosa sutileza de su mente bien guarnecida para los comentarios de texto eruditos que publica en medios especializados y se decanta por el silencio o por el exabrupto cuando se manifiesta ante profanos sobre cuestiones complejas de interés general. Buena manera de mantenerse altivamente respetable, pero mala de ayudar a los conciudadanos a entender los riesgos y méritos de las opciones sociales que se les ofrecen. De esta última tarea quedan encargados los clérigos fulminantes, los nigromantes de la tecnología o el ocultismo y el periodismo sensacionalista.Me arriesgo de nuevo a romper esta rutina con motivo de un suceso que me parece inquietantemente significativo -la decisión de la ministra holandesa de sanidad, Els Bort, a favor de aceptar el sexo femenino del feto como motivo justificado de aborto- y del comentario que mereció en este mismo periódico a Arcadi Espada (Selectos, 23 de enero de 1997), que me inquietó todavía más por venir de alguien cuyos criterio sociales suelo habitualmente compartir. Como es sabido, el trasfondo del asunto es el rechazo al nacimiento de niñas en algunas naciones de Asia y Africa, por razones económicas y culturales que pueden derivar en consecuencias indeseables para las madres. La ministra holandesa pretende ayudar a esas mujeres ,estableciendo tan pronto como se pueda el sexo del nasciturus (para lograrlo con total certeza y sin riesgo para el feto deben pasar varios meses de la concepción) y ofreciendo la posibilidad de interrumpir el embarazo en caso de que sea femenino. Esta medida ha sido acerbamente criticada desde diversas instancias, tanto religiosas como laicas. Arcadi Espada deplora la "hipocresía formidable" de tales críticos moralizantes, sobre todo en el caso de quienes aceptan el aborto pero no que éste sirva para eliminar el sexo indeseado. Por lo visto, si se acepta el aborto en determinados casos hay que asumirlo en cualquiera y en todos. Según él, late en el inconsecuente rechazo de los que no lo aceptan en este supuesto el temor de que si hoy seleccionamos el sexo, manan¿( sea el color de los ojos, pasado la fuerza y luego la inteligencia. "Muy bien, ¿y qué?", concluye desafiante. "¿Algún problema en comprar el jamón más selecto de la charcutería? ¿Algún problema en limitar los tiránicos efectos del azar y del determinismo?".

Pues sí, muchos y graves problemas. Para empezar deberíamos deslindar el aborto por causa del sexo de otros motivos para la interrupción del embarazo. A mi juicio, la legitimidad moral del aborto estriba fundamentalmente en la libertad de elegir o rechazar la paternidad / maternidad, no en la de elegir la parentela. Cuando el embarazo es indeseado porque proviene del error, la ignorancia o el abuso resulta justificado interrumpirlo, si hemos de entender la procreación humana como un designio gozoso y no como mera maldición bíblica. Son las mujeres y los hombres, en la medida en que conocen sus circunstancias personales, quienes deben decidir si asumen la responsabilidad de tener hijos y no verse forzados a ello por la mera fatalidad biológica o social, ni tampoco por las leyes penales. El hijo no debería nacer como condena a perpetuidad de sus padres, lo cual será también su propia condena: aunque toda vida tiene en su devenir incertidumbres trágicas, parece elemental requisito previo que sea al menos deseado por quienes han de constituir su primera y siempre decisiva vinculación con la existencia.

Desear tener un hijo, sin embargo, poco tiene que ver con pretender diseñar uno a gusto del consumidor. La mentalidad que confunde asumir la procreación con ir de compras a la charcutería reitera de modo heavy el viejo ñoñismo que decía encargar los niños a París para que los trajese la cigüeña de los recados: venta por correo o cocina de mercado. Ser padres no es ser propietarios de los hijos ni éstos son un objeto más que se ofrece en el mostrador. Volvamos a los viejos planteamientos kantianos: lo que deben querer los padres es al hijo como fin en sí mismo (como fin que él buscará para sí mismo), no como instrumento de unos objetivos de supuesta perfección que ellos determinan para él de ante mano... como si los humanos naciésemos para lo que otros gusten mandar. Es lícito planear tener un hijo, pero resulta repugnante planear el hijo que se va a tener: esta actitud rompería la igualdad fundamental entre los humanos, cuya base es el azar genético y genésico del que proveminos todos por igual. Porque la tiranía determinista no es la del azar, que nadie controla, sino la que impondrían seres iguales a nosotros configurándonos a su capricho. Incluso puede que el azar llegue a tener que ser reivindicado como el primero de los derechos humanos, tal como se hizo en un congreso celebrado en Asis en 1989 (Il diritto al caso, ed. Sellerio).

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Desde luego esta regla, como cualquier otra de la razón práctica, admite excepciones justificadas: pueden serlo ciertas malformaciones del feto o la comprobación genética de graves enfermedades hereditarias. Pero no me lo parecen tanto las que señalasen propensiones a enfermedades que pueden o no llegar a desarrollarse tras un largo plazo de vida sana. Ni por supuesto el sexo del embrión, que no es una enfermedad... salvo en las sociedades enfermas. Resultaría chocante que nuestras comunidades, tan dispuestas a condenar todo intervencionismo estatal y que tanto encomian el riesgo como estímulo para llegar a la excelencia, aplicasen un baremo opuesto en la génesis de los individuos autónomos que han de configurarlas. Sería el retorno de aquella vetusta predestinación que san Agustín definió como "la presciencia y predistribución de dones por los cuales se hace completamente cierta la salvación de los que son salvados" (De dono perseveran tiae, XXXV). Sólo cuando dejamos de confiar en el esfuerzo social y político que reivindica la igualdad entre los ciudadanos de ambos sexos mientras lucha por ella donde aún no existe, o en la educación que puede transmitir a los hijos lo mejor del esfuerzo de sus padres sean cuales fueren su raza o sus dones, se comienza a soñar con erradicar en el genoma los males y los riesgos que ya no se sabe afrontar en la vida pública. Pero no nos engañemos: esa predestinación salvadora fue y será hoy de nuevo el cortocircuito dogmáticamente timorato de esa otra incierta salvación por obra de la libertad. No es precisamente "hipocresía moral" preferir esta última para nosotros y para quienes proseguirán la desazón gloriosa de nuestra carne.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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