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Nacion y región en Europa

El rebrote del nacionalismo ha traído consigo que la bibliografía sobre los conceptos de nación y de región en los últimos veinte años haya aumentado de manera exponencial, pero, a la hora de diferenciarlos, tal avalancha de publicaciones no ha aportado una mayor claridad. Los factores que suelen emplearse para definir a la nación -homogeneidad étnica, una lengua común, una memoria colectiva y una tradición comunes, un territorio compartido, una misma religión y un largo etcétera- se nombran también cuando se especifican los caracteres de la región. En un punto, sin embargo, nación y región se diferencian nítidamente, según un acuerdo mayoritario que quiero aceptar como criterio: la nación implica una dimensión política propia, y en este sentido forma un Estado, o por lo menos pretende constituirlo algún día, mientras que la región, por grande que sea su autonomía, se incluye voluntariamente en una nación-Estado ya existente. Si me siento a la vez y sin problemas gallego y español, aragonés y español, es que concibo a Galicia o Aragón como regiones. Si, en cambio, por considerarme miembro de la nación catalana, o de la nación vasca, resulta incompatible con la pertenencia a la nación española -la idea de nación es excluyente, sin que quepa la doble pertenencia a dos naciones distintas- y, en consecuencia, como destino final de toda nación, aspiro a que un día exista un Estado catalán o un Estado vasco, entonces está claro que las concibo como naciones.No hay duda de que el nacionalismo periférico español, por lo menos el vasco y el catalán, consideran naciones a sus respectivas entidades, y, en cuanto tales, no ocultan su rasgo determinante, la voluntad de llegar un día a constituir un Estado propio. Renunciar a este empeño sería dejarse reabsorber por el regionalismo, y a ello no están dispuestos ni siquiera los llamados nacionalismos moderados. Diferenciar a la nación de la región en virtud de que exista, o no, este afán de constituir un Estado propio permite adquirir el mínimo de claridad que tanto echamos en falta cuando se discute la cuestión nacional. Al aplicar este criterio queda de manifiesto, en primer lugar, que la realidad política del nacionalismo periférico no encaja ya, si es que encajó algún día, en el texto constitucional. Según el sentir más extendido, y es el que recoge la Constitución, ésta se fundamenta en la unidad indisoluble de la nación española -nación, como la madre, no habría más que una-, "la patria común e indivisible de todos los españoles", unidad que se complementa con el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones. Entre la nación y la región se introduce una tercera categoría, la de nacionalidad, que no tiene correlato en otros países ni un. contenido concreto en el nuestro; nacionalidades y regiones tienen en común un mismo derecho a la autonomía, y si se utilizan dos conceptos, pese a que se mantenga un único contenido, es porque cuando se redacta el texto constitucional ya no cabía llamar regiones a Cataluña y al País Vasco, sin por ello reconocerles el carácter de nación que ellas mismas se otorgan. Se trató de encubrir un problema real, sacándose de la manga una nueva significación de un concepto viejo. Cuando el nacionalismo catalán y vasco, en contra de la letra y el espíritu de la Constitución, proclaman que Cataluña y el País Vasco son naciones, están rechazando el artículo 2 y exigiendo, de hecho, una revisión del ordenamiento constitucional en un tema básico. No había que haber esperado al reciente congreso de Convergència Democrática de Catalunya para habernos enterado de que el nacionalismo catalán moderado pide una reforma radical de la Constitución. Curiosamente, no ahora, pese a que las diferencias sean de principio, sino cuando consideren posible un cambio de la Constitución en el sentido querido: la construcción de un Estado multinacional. No cabe exagerar lo que políticamente significa que en una cuestión fundamental, como es la organización territorial del Estado y la idea de nación, la Constitución vigente no cumpla su función primordial de crear un consenso normativo en cuestiones de principio, sino que, por el contrario, se asume el carácter provisional que tiene todo proceso abierto, si se quiere incluso preconstitucional, en el sentido de que todavía no está resuelto constitucionalmente. El que las cosas sean así a nadie puede coger de sorpresa; lo inaudito es sólo que hasta ahora nos hayamos negado, y la clase política siga negándose, a tomar nota de sus implicaciones. Digo que la ruptura con la Constitución en lo que respecta a la Idea de nación se produce incluso en el nacionalismo moderado, con lo que se nos ha colado de matute un concepto no menos problemático, ya que el nacionalismo, como el embarazo, no admitiría grados: se es nacionalista al considerar a una determinada entidad territorial una nación y entonces no se puede renunciar a su dimensión estatal, o bien se renuncia a constituir un Estado propio, y entonces no se es nacionalista, sino regionalista, al menos según el significado más extendido de estos dos conceptos. El dilema es claro: se es nacionalista o se es regionalista de una pieza; en principio, no caben formas graduales de ser nacionalista, nacionalista moderado, como si cupiera pretender la constitución de un Estado propio; de otra forma no se pasaría de ser regionalista, pero sin quererlo realmente, ya que se renuncia a conseguirlo en las actuales circunstancias.

Y, sin embargo, pese a la ambigüedad que comporta el concepto de nacionalismo moderado, resulta imprescindible en contraste con el llamado nacionalismo radical. Por lo pronto, esta vaguedad puede ser la respuesta más inteligente para conseguir a la larga y de forma pacífica los objetivos nacionalistas. La meta sigue siendo un Estado propio, por definición objetivo común de todo nacionalismo, pero, a diferencia del llamado nacionalismo radical, no pretende alcanzarlo enseguida y por cualquier medio. Exigencias éstas que se refuerzan mutuamente: si la nación no puede renunciar al Estado sin degradarse continuamente -de ahí el grito de Estado propio ahora- y esta demanda de inmediatez revela que el único camino que se puede emprender, es el de la violencia, el nacionalismo radical queda definido por este doble carácter: un Estado propio ahora, empleando para conseguirlo todos los medios concebibles, incluso la vía armada. El nacionalismo moderado, en cambio, subraya que, junto a los valores nacionales están los democráticos, igualmente si no más importantes; de ahí que las reivindicacio-

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