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Tribuna
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El último obstáculo

Cuando José María Aznar se hizo cargo de su dirección, el PP era un partido deshauciado como alternativa de gobierno: desde 1982 no había avanzado, nada y bastante consiguió el nuevo líder con impedir en 1989 su definitivo quebranto. Luego, su progresión ha sido constante y hoy parece asentada sobre firmes cimientos: el PP no sólo ha avanzado mucho sino que ha cambiado tanto que es capaz de vencer con diferencias aplastantes en casi t0das las capitales. El auténtico valor de su triunfo consiste en que ha sabido conquistar el centro sin favorecer, en ese arriesgado, movimiento, la aparición de un partido ne9fascista o populista a su derecha; nada que ver, pues, con una presunta italianización de nuestra política.El avance del PP, mérito de su núcleo dirigente, podría considerarse como resultado del largo camino recorrido por el grueso de la derecha española desde su dispersión y derrota a la salida del franquismo hasta su articulación en - un partido que ha sabido romper amarras con el pasado. No sería ocioso, por eso, que recordara un hecho elemental de nuestra reciente historia política: el PSOE llegó al, gobierno sólo después de tirar por la borda la retórica re volucíonaria con la que irrumpió en 1975. ¡Hasta Míguél Boyer impartía entonces lecciones sobre nacionalizaciones y autogestión en las empresas! Pero eso duró lo que un sus piro: la transformación del lenguaje, radical y fulminante desde el abandono del marxismo, fue una de las inversiones que todavía devengan intereses a Felipe González.

A la derecha le ha costado infinitamente más pena y esfuerzo desprenderse de cierta retórica reaccionaria y en contrar un lenguaje político capaz de sustituirla con ventaja. Tal vez porque su elaboración se ha dejado en manos de creadores de imagen, de gentes expertas, en marketing pero políticamente más bien incultas, el lenguaje político del PP, y más especialmente de su principal líder, ha resultado ser como la cáscara Vacía de un gastado españolismo. Ha blan y hablan, pero no dicen nada, de España, de lo que, necesita España, de lo que van a hacer por España. En la propaganda popular, el intento de construir un discurso político sobre España se ha disuelto finalmente en una huera retórica españolista.

El resultado a la vista está. Toda retórica política es instrumento de movilización y la españolista ha servido siempre de acicate para avivar sentimientos anticatalanistas. Al creer que todavía podían sacarle alguna renta, los populares se han identificado con la caverna en el afán de rociar, de insultos al presidente de la Generalitat. No constituye, por tanto, una sorpresa que al mismo tiempo que en los aledaños de su sede se vejaba a Jordi Pujol, Cataluña haya sido la gran ausente en la fiesta del voto urbano popular. El sentimiento de fracaso que ha acompañado al triunfo, esa distancia crucial entre lo esperado y lo conseguido, esa, privación relativa, origen de todas las frustraciones, tiene para los populares un nombre propio: Cataluña. El votó urbano catalán, más que el voto rural andaluz, se ha alzado como la gran barrera que impide a Aznar alcanzar eso que enfáticamente llama el gobierno de España. Si en las capitales catalanas los populares hubieran, vencido también a los socialistas, otras serían hoy las posibilidades de encontrar una salida a la intrincada situación creada por los electores el pasado domingo.

A fuerza de tropezones, el PP ha recorrido un largo camino en el que los electores lo han empujado hacia la cima exactamente en la misma medida en que lo desplazaban, gracias a un acelerado aprendizaje democrático, hacia el centro. Si la necesidad de pacto le obliga a desprenderse de sus resabios españolistas, y si los nacionalistas catalanes tienden la mano a quien, equivocando su posición, se ofreció a tender la suya a "todos los españoles", el PP habrá aprendido una definitiva lección sobre retóricas políticas y salvado su último obstáculo para gobernar.

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